viernes, 10 de abril de 2020

20.1. LOCURA DEL PECADOR

                                                 Sapientia enim huíus mundi
                                                 stultitia est apud Deum.
                                      La sabiduría de este mundo,
                                          locura es delante de Dios.
I Cor., 3, 19.


PUNTO PRIMERO
El pecador es un insensato, que por una
moneda pierde el tesoro de la divina gracia.

   El Santo maestro Juan de Ávila decía que en el mundo debiera haber dos grandes cárceles: una para los que no tienen fe, y otra para los que, teniéndola, viven en pecado y alejados de Dios. A éstos, añadía, les conviniera la casa de locos. Mas la mayor desdicha de estos miserables consiste en que, con ser los más ciegos e insensatos del mundo, se tienen por sabios y prudentes. Y lo peor es que su número es grandísimo (Ecl., 1, 15). Hay quien enloquece por las honras; otros, por los placeres; no pocos, por las naderías de la tierra. y luego se atreven a tener por locos a los santos, que menospreciaron los vanos bienes del mundo para conquistar la salvación eterna y el sumo bien, que es Dios. Llaman locura el abrazar los desprecios y perdonar las ofensas; locura el privarse de los placeres sensuales y preferir la mortificación; locura renunciar las honras y riquezas y amar la soledad, la vida humilde y escondida. pero no advierten que a esa su sabiduría mundana la llama Dios necedad (1 Co., 3, 19): «La sabiduría de este mundo locura es ante Dios.»

   ¡Ah!... algún día confesarán y reconocerán su demencia... ¿Cuándo? Cuando ya no haya remedio posible y tengan que exclamar, desesperados: «¡Infelices de nosotros, que reputábamos por locura la vida de los santos! Ahora comprendemos que los locos fuimos nosotros. ¡Ellos se cuentan ya en el dichoso número de los hijos de Dios y comparten la suerte de los bienaventurados, que eternamente les durará y los hará por siempre felices..., mientras quE nosotros somos esclavos del demonio y estamos condenados a arder en esta cárcel de tormentos por toda la eternidad!... ¡Nos engañamos, pues, por haber querido cerrar los ojos a la divina luz (Sb., 5, 6), y nuestra mayor desventura es que el error no tiene ni tendrá remedio mientras Dios sea Dios! »

   ¡Qué inmensa locura es, por tanto, perder la gracia de Dios a trueque de un poco de humo, de un breve deleite!... ¿Qué no hace un vasallo para alcanzar la gracia de su príncipe?... Y, ¡oh Dios mío!, por una vil satisfacción perder el sumo bien, perder la gloria, perder también la paz de esta vida, haciendo que el pecado reine en el alma y la atormente con sus perdurables remordimientos... ¡Perderlo todo, y condenarse voluntariamente a interminable desventura!... ¿Te entregarías a aquel placer ilícito si supieras que luego habrían de quemarte una mano o encerrarte por un año en una tumba? ¿Cometerías tal pecado si, al cometerle, perdieras cien escudos? Y, con todo, tienes fe y crees que pecando perderás el cielo, perderás a Dios y serás condenado al fuego eterno... ¿Cómo te atreves a pecar?

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Dios de mi alma!... ¿Qué sería de mí ahora si no hubierais tenido tanta misericordia? Hallaríame en el infierno, donde están los insensatos cuyas huellas seguí.  Gracias os doy, Señor, y os suplico no me abandonéis en mi ceguedad. Bien lo merecía, pero veo que aún vuestra gracia no me ha abandonado. Oigo que amorosamente me llamáis y me invitáis a que os pida perdón y espere de vos altísimos dones, a pesar de las graves ofensas que os hice. sí, Salvador mío; espero que me acogeréis como a hijo, vuestro. No soy digno de que me llaméis hijo, porque os ultrajé descaradamente (Lc., 15, 21).  Mas bien sé que os complacéis en buscar la ovejuela perdida y en abrazar a los hijos extraviados.

   ¡Padre mío amadísimo, me arrepiento de haberos ofendido; a vuestros pies me postro y los abrazo, y no me levantaré si no me perdonáis y bendecís! (Gn., 32, 26). Bendecidme, Padre mío, y con vuestra bendición dadme gran dolor de mis pecados y ferviente amor a vos. Os amo, Padre mío, con todo mi corazón. ¡No permitáis que vuelva a alejarme de Vos!  Privadme de todas las cosas, mas no de vuestro amor.

   ¡Oh María, siendo Dios mi padre, Madre mía sois vos! Bendecidme también, y ya que no merezco ser hijo, recibidme por vuestro siervo; pero haced que sea un siervo tal, que os ame siempre con inmensa ternura y siempre confíe en vuestra protección.

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