PUNTO SEGUNDO
Del fuego del infierno y de
otros
tormentos que le acompañan.
Entre todos los tormentos que
el condenado padece en los sentidos, el más cruel es el del fuego del infierno,
que atormenta el sentido del tacto. «La carne del impío —dice el Eclesiástico—
tendrá por verdugos al fuego y al gusano» (Ecl., 7, 19). El Señor le mencionará
especialmente en el día del juicio: Apartaos de Mi, malditos, al fuego eterno
(Mateo, 25, 41).
Aun en este mundo, el suplicio
del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas
de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, en comparación de
aquéllas, las nuestras son como pintadas; o como si fueran de hielo, añade San
Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado
para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. «Muy
diferentes son —dice Tertuliano— el fuego que se utiliza para el uso del hombre
y el que sirve para la justicia de Dios.» La indignación de Dios enciende esas
llamas de venganza (Jer., 15, 14); y por esto Isaías (4, 4) llama espíritu de
ardor al fuego del infierno.
El réprobo estará dentro de
las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá
abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y
alrededor de sí. Cuanto vea, toque o respire, fuego ha de respirar, tocar y
ver. Sumergido estará en fuego como el pez en el agua. Y esas llamas no se
hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus
mismas entrañas, para atormentarle.
El cuerpo será pura llama;
arderá el corazón en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la
cabeza, en las venas la sangre, la medula en los huesos. Todo condenado se
convertirá en un horno ardiente (Salmo 20, 10).
Hay personas que no sufren el
ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, o estar junto a un brasero
encendido, en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de
la lumbre, y luego no temen aquel fuego que devora, como dice Isaías (33, 14).
Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno
devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.
«Sigue, pues, insensato —dice
San Pedro Damián hablando del voluptuoso—; sigue satisfaciendo tu carne, que un
día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de
tus entrañas y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de
arder».
Y añade San Jerónimo que aquel
fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan;
hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Jb., 24, 19). Y todo ello con tal
intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, los padecimientos de este mundo
son pálida sombra en comparación de los del infierno. Las potencias del alma recibirán también su
adecuado castigo. Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que
en vida tuvo el condenado para salvarse y lo gastó en perderse, y de las gracias
que Dios le dio y fueron menospreciadas. El entendimiento padecerá considerando
el gran bien que ha perdido perdiendo a Dios y el Cielo, y ponderando que esa
pérdida es ya irremediable. La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea
(Sal. 140, 10).
El desventurado réprobo no
tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca:
males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre
será atormentado, jamás hallará momento de reposo.
AFECTOS Y PETICIONES
Vuestra Sangre y vuestra muerte
son, Jesús mío, mi esperanza. Habéis muerto por librarme de la muerte eterna.
¿Y quién, Señor, alcanzó mayor parte en los méritos de vuestra Pasión qué este
miserable, tantas veces merecedor del infierno?... No permitáis que continúe
siendo ingrato a tantas gracias como me habéis concedido. Librándome del infierno, quisisteis que no
ardiese yo en las llamas eternas, sino en el dulce fuego de vuestro amor.
Ayudadme, pues, a fin de que cumpla vuestros deseos. Si estuviese en el
infierno, no podría amaros. Pero ya que
ahora puedo amar, amaros quiero... Os
amo, Bondad infinita; os amo, Redentor mío, que tanto me habéis amado. ¿Como he
podido vivir tan largo tiempo olvidado de Vos? Mucho, Señor, os agradezco que
Vos no me hayáis olvidado. De no haber sido así, hallaría me ahora en el
infierno, o no tendría dolor de mis culpas.
Este dolor de corazón por
haberos ofendido, este deseo que siento de amaros mucho, dones son de vuestra
gracia, que me, auxilia y vivifica... Gracias, Dios mío. Espero consagraros la vida que me resta. A
todo renuncio, y quiero pensar únicamente en serviros y complaceros. Imprimid en mi alma el recuerdo del infierno
que merecí y de la gracia que me disteis, y no permitáis que, apartándome otra
vez de Vos, vuelva a condenarme yo mismo a los tormentos de aquella
cárcel... ¡Oh Madre de Dios, rogad por
este pecador arrepentido! Vuestra
intercesión me libró del infierno. Libradme también del pecado, único motivo
capaz de acarrearme nueva condenación.
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