PUNTO SEGUNDO
En el cielo todo es gozo y
contento
Apenas empiece el alma a gozar
de la divina beatitud, ya no habrá nada que la aflija. Y enjugará Dios todas
las lágrimas de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni clamor,
ni dolor, porque las cosas de antes pasaran. Y dijo el que estaba sentado en el
trono (Ap., 21, 4-5): He aquí, Yo hago nuevas todas las cosas.
No hay en el Cielo
enfermedades, ni pobreza, ni mal ninguno. No existen allí la sucesión de días y
noches, de calor y frío, sino un eterno día siempre sereno, continua primavera
deleitosa y sin fin. No hay persecuciones ni envidias, que en aquel reino de
amor todos se aman ternísimamente, y cada cual goza del bien de los demás como
si fuera suyo.
No se conocen allí angustias
ni temores, porque el alma confirmada en gracia no puede pecar ni perder a
Dios. Todas las cosas ostentan renovada y completa hermosura, y todas
satisfacen y consuelan. La vista gozará admirando aquella ciudad de perfecta
belleza (Lm., 2,15). Nos parecería
delicioso espectáculo ver una población cuyo suelo fuese de terso y límpido
cristal, las viviendas de bruñida plata, cubiertas de oro purísimo y adornadas
con guirnaldas de flores... ¡Pues mucho más hermosa es la ciudad de la gloria!
¡Y qué será el ver aquellos
felices moradores con reales vestiduras, porque, como dice San Agustín, todos
son reyes! ¡Qué el contemplar a la Virgen María, más hermosa que el mismo
Cielo; y al Cordero sin mancha, a nuestro Señor Jesucristo, divino Esposo de
las almas! Santa Teresa logró columbrar
una mano del Redentor, y quedó maravillada de ver tanta belleza... Habrá en las
celestiales moradas regaladísimos perfumes, aroma de gloria, y se oirán allí
música y cánticos de sublime armonía...
Oyó una vez San Francisco,
breves instantes, el sonido de esa armonía angélica, y creyó que iba a morir de
dulcísimo gozo... ¡Qué, será, pues, el oír los coros de ángeles y Santos, que,
unidos, cantan las glorias divinas (Sal. 83, 5), y la voz purísima de la Virgen
Inmaculada que alaba a su Dios!... Como el canto del ruiseñor en el bosque
excede y supera al de las demás avecillas, así
la voz de María en el Cielo... En suma: había en la gloria cuantas
delicias se puedan desear. Y estos deleites hasta ahora considerados son los
bienes menores del Cielo. El bien esencial de la gloria es el Bien Sumo: Dios. El
premio que el Señor nos ofrece no consiste sólo en la hermosura y armonía y
deleites de aquella venturosa ciudad; el premio principal es Dios mismo, es el
amarle y contemplarle cara a cara (Gn., 15, 1).
Dice San Agustín que si Dios
dejase de ver su rostro a los condenados, el infierno se trocaría de súbito en
delicioso paraíso. Y añade que si un alma, al salir de este mundo, tuviese que
elegir entre ver a Dios y estar en el infierno, o no verle y librarse de las
penas infernales, «preferiría, sin duda, la vista de Dios aun con los tormentos
eternos». Esta felicidad de amar a Dios y verle cara a cara no podemos
comprenderla en este mundo. Pero algo nos es dado columbrar, sabiendo que el
atractivo del divino amor, aun en la vida mortal, llega a elevar sobre la tierra
no sólo el alma, sino hasta el cuerpo de los Santos. San Felipe Neri fue una vez alzado por el
aire con el escaño en que se apoyaba. San Pedro de Alcántara elevóse también
sobre la tierra asido a un árbol, cuyo tronco quedó separado de la raíz.
Sabemos también que los Santos
mártires, por la suavidad y dulzura del amor divino, se regocijaban padeciendo terribles
dolores. San Vicente se expresaba de tal modo en el tormento —dice San
Agustín—, «que no parecía
sino que era uno el que hablaba y otro el que padecía». San Lorenzo,
tendido en las candentes parrillas sobre el fuego, decía al tirano con
asombrosa serenidad: Vuélveme y devórame, porque, como añade aquel Santo,
Lorenzo, «encendido en el fuego del divino amor, no sentía 81 el incendio que
le abrasaba». Además, ¡cuán suave dulzura halla el pecador al llorar sus
culpas! Si tan dulce es llorar por Ti —decía San Bernardo—, ¿qué será gozar de
Ti?
¡Y qué consolación no siente el alma si un rayo de luz del Cielo le
descubre en la oración algo de la bondad y misericordia divina, del amor que le
tuvo y tiene Jesucristo! Parécele al alma que se consume y desmaya de amor. Y,
sin embargo, en la tierra no vemos a Dios como es; le vemos entre sombras.
Tenemos ahora como una venda ante los ojos, y Dios se nos oculta tras
el velo de la fe. Mas, ¿qué sucederá cuando desaparezca esa venda y se rasgue
aquel velo, y veamos cuan hermoso es Dios, cuán grande y justo, perfecto,
amable y amoroso? (1 Co., 13, 12).
AFECTOS Y PETICIONES
Yo soy, ¡oh Sumo Bien mío!,
aquel miserable que tantas veces se apartó de Ti y renunció a tu amor. Por ello
indigno soy de verte y amarte. Más Tú, Señor, eres el que, por compadecerte de
mí, no tuviste compasión de Ti mismo y te condenaste a morir de dolor en un
madero infame y afrentoso. Por tu muerte espero, que algún día te veré y gozaré
de tu presencia y te amaré con todo mí ser. Pero ahora que me hallo en peligro
de perderte para siempre, o más bien que te perdí por mis pecados, ¿qué haré en
lo que reste de vida? ¿Seguiré ofendiéndote?... No, Jesús mío; aborrezco las
ofensas que te hice. Me pesa de haberte ofendido y te amo con todo mi
corazón... ¿Apartarás de Ti a un alma que se arrepiente y te ama? No. Bien sé
lo que dijiste, amado Redentor 82 mío; que no sabes rechazar a los que, arrepentidos,
recurren a Ti (Jn., 6, 37). A todo renuncio, Jesús mío, y me entrego a Ti, te
abrazo y uno a mi corazón.. Abrázame y úneme también a tu Corazón
sacratísimo... Y si me atrevo a hablar así es porque hablo y trato con la
Bondad infinita, con un Dios que murió por mi amor. Carísimo Redentor mío, dadme la perseverancia
en tu amor santo.
Amada Virgen María, Madre
nuestra, alcánzame ese don de la perseverancia, por lo mucho que amas a Cristo
Jesús. Así lo espero y así sea.
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