viernes, 10 de abril de 2020

29.2. DEL PARAÍSO (Cont)


PUNTO SEGUNDO
En el cielo todo es gozo y contento

   Apenas empiece el alma a gozar de la divina beatitud, ya no habrá nada que la aflija. Y enjugará Dios todas las lágrimas de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las cosas de antes pasaran. Y dijo el que estaba sentado en el trono (Ap., 21, 4-5): He aquí, Yo hago nuevas todas las cosas.

   No hay en el Cielo enfermedades, ni pobreza, ni mal ninguno. No existen allí la sucesión de días y noches, de calor y frío, sino un eterno día siempre sereno, continua primavera deleitosa y sin fin. No hay persecuciones ni envidias, que en aquel reino de amor todos se aman ternísimamente, y cada cual goza del bien de los demás como si fuera suyo.

   No se conocen allí angustias ni temores, porque el alma confirmada en gracia no puede pecar ni perder a Dios. Todas las cosas ostentan renovada y completa hermosura, y todas satisfacen y consuelan. La vista gozará admirando aquella ciudad de perfecta belleza (Lm., 2,15).  Nos parecería delicioso espectáculo ver una población cuyo suelo fuese de terso y límpido cristal, las viviendas de bruñida plata, cubiertas de oro purísimo y adornadas con guirnaldas de flores... ¡Pues mucho más hermosa es la ciudad de la gloria!
  
   ¡Y qué será el ver aquellos felices moradores con reales vestiduras, porque, como dice San Agustín, todos son reyes! ¡Qué el contemplar a la Virgen María, más hermosa que el mismo Cielo; y al Cordero sin mancha, a nuestro Señor Jesucristo, divino Esposo de las almas!  Santa Teresa logró columbrar una mano del Redentor, y quedó maravillada de ver tanta belleza... Habrá en las celestiales moradas regaladísimos perfumes, aroma de gloria, y se oirán allí música y cánticos de sublime armonía...

   Oyó una vez San Francisco, breves instantes, el sonido de esa armonía angélica, y creyó que iba a morir de dulcísimo gozo... ¡Qué, será, pues, el oír los coros de ángeles y Santos, que, unidos, cantan las glorias divinas (Sal. 83, 5), y la voz purísima de la Virgen Inmaculada que alaba a su Dios!... Como el canto del ruiseñor en el bosque excede y supera al de las demás avecillas, así
la voz de María en el Cielo... En suma: había en la gloria cuantas delicias se puedan desear. Y estos deleites hasta ahora considerados son los bienes menores del Cielo. El bien esencial de la gloria es el Bien Sumo: Dios. El premio que el Señor nos ofrece no consiste sólo en la hermosura y armonía y deleites de aquella venturosa ciudad; el premio principal es Dios mismo, es el amarle y contemplarle cara a cara (Gn., 15, 1).

   Dice San Agustín que si Dios dejase de ver su rostro a los condenados, el infierno se trocaría de súbito en delicioso paraíso. Y añade que si un alma, al salir de este mundo, tuviese que elegir entre ver a Dios y estar en el infierno, o no verle y librarse de las penas infernales, «preferiría, sin duda, la vista de Dios aun con los tormentos eternos». Esta felicidad de amar a Dios y verle cara a cara no podemos comprenderla en este mundo. Pero algo nos es dado columbrar, sabiendo que el atractivo del divino amor, aun en la vida mortal, llega a elevar sobre la tierra no sólo el alma, sino hasta el cuerpo de los Santos.  San Felipe Neri fue una vez alzado por el aire con el escaño en que se apoyaba. San Pedro de Alcántara elevóse también sobre la tierra asido a un árbol, cuyo tronco quedó separado de la raíz.

   Sabemos también que los Santos mártires, por la suavidad y dulzura del amor divino, se regocijaban padeciendo terribles dolores. San Vicente se expresaba de tal modo en el tormento —dice San Agustín—, «que no parecía
sino que era uno el que hablaba y otro el que padecía». San Lorenzo, tendido en las candentes parrillas sobre el fuego, decía al tirano con asombrosa serenidad: Vuélveme y devórame, porque, como añade aquel Santo, Lorenzo, «encendido en el fuego del divino amor, no sentía 81 el incendio que le abrasaba». Además, ¡cuán suave dulzura halla el pecador al llorar sus culpas! Si tan dulce es llorar por Ti —decía San Bernardo—, ¿qué será gozar de Ti?
¡Y qué consolación no siente el alma si un rayo de luz del Cielo le descubre en la oración algo de la bondad y misericordia divina, del amor que le tuvo y tiene Jesucristo! Parécele al alma que se consume y desmaya de amor. Y, sin embargo, en la tierra no vemos a Dios como es; le vemos entre sombras.
Tenemos ahora como una venda ante los ojos, y Dios se nos oculta tras el velo de la fe. Mas, ¿qué sucederá cuando desaparezca esa venda y se rasgue aquel velo, y veamos cuan hermoso es Dios, cuán grande y justo, perfecto, amable y amoroso? (1 Co., 13, 12).


AFECTOS Y PETICIONES

   Yo soy, ¡oh Sumo Bien mío!, aquel miserable que tantas veces se apartó de Ti y renunció a tu amor. Por ello indigno soy de verte y amarte. Más Tú, Señor, eres el que, por compadecerte de mí, no tuviste compasión de Ti mismo y te condenaste a morir de dolor en un madero infame y afrentoso. Por tu muerte espero, que algún día te veré y gozaré de tu presencia y te amaré con todo mí ser. Pero ahora que me hallo en peligro de perderte para siempre, o más bien que te perdí por mis pecados, ¿qué haré en lo que reste de vida? ¿Seguiré ofendiéndote?... No, Jesús mío; aborrezco las ofensas que te hice. Me pesa de haberte ofendido y te amo con todo mi corazón... ¿Apartarás de Ti a un alma que se arrepiente y te ama? No. Bien sé lo que dijiste, amado Redentor 82 mío; que no sabes rechazar a los que, arrepentidos, recurren a Ti (Jn., 6, 37). A todo renuncio, Jesús mío, y me entrego a Ti, te abrazo y uno a mi corazón.. Abrázame y úneme también a tu Corazón sacratísimo... Y si me atrevo a hablar así es porque hablo y trato con la Bondad infinita, con un Dios que murió por mi amor.  Carísimo Redentor mío, dadme la perseverancia en tu amor santo.

   Amada Virgen María, Madre nuestra, alcánzame ese don de la perseverancia, por lo mucho que amas a Cristo Jesús. Así lo espero y así sea.

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