PUNTO SEGUNDO
Vanos deseos del pecador
moribundo
¡Oh, cómo en el trance de la muerte brillan
y resplandecen las verdades de la fe para mayor tormento del moribundo que haya
vivido mal; sobre todo si ha sido persona consagrada a Dios y tenido, por
tanto, más facilidad y tiempo de servirle, más inspiración y mejores ejemplos!
¡Oh Dios, qué dolor sentirá al pensar y decirse: he amonestado a los demás y he
obrado peor que ellos; dejé el mundo, y he vivido luego aficionado a la vanidad
y amor del mundo! ¡Qué remordimiento tendrá al considerar que con las gracias
que Dios le dio, no ya un cristiano, sino un gentil, se hubiera santificado!
¡Cuan no será su pena recordando que ha menospreciado las prácticas piadosas,
como hijos de la flaqueza de espíritu, y alabado ciertas mundanas máximas,
frutos de la estimación y amor propios, como el de no humillarse, ni
mortificarse, ni rehuir los esparcimientos que se ofrecían! El deseo de los
pecadores perecerá (Sal. 111, 10).
¡Cuánto desearemos en la muerte el tiempo
que ahora perdemos! Refiere San Gregorio en sus Diálogos que había un tal
Crisancio, hombre rico, de malas costumbres, el cual, en la hora de la muerte,
dirigiéndose a los enemigos que visiblemente se le presentaban para
arrebatarle, exclamaba: ¡Dadme tiempo, dadme tiempo hasta mañana! Y ellos le
respondían: «¡Insensato!, ¿ahora pides tiempo? ¿No le tuviste y perdiste y le
empleaste en pecar? ¿Y le pides ahora, cuando ya no le hay para ti?» El
desdichado seguía pidiendo a voces socorro y auxilio. Hallábase allí cerca de
él un monje, hijo suyo, llamado Máximo, y el moribundo decía: ¡Ayúdame, hijo
mío; Máximo, ampárame! Y entre tanto, con el rostro como de llamas, revolvíase
furioso en el lecho, hasta que, así agitándose y gritando desesperado, expiró
miserablemente(1).
Ved cómo esos insensatos aman su locura
mientras viven; pero en la muerte abren los ojos y reconocen su pasada demencia.
Mas sólo les sirve eso para acrecentar su desconfianza de poner remedio al
daño. Y muriendo así, dejan gran incertidumbre sobre su salvación. Creo,
hermano mío, que al leer este punto te dirás a ti mismo que esto es gran
verdad. Pues si así es, harto mayor sería tu locura si, conociendo estas
verdades, no te enmendases a tiempo.
Esto mismo que acabas de leer sería para ti
en la hora de la muerte como un nuevo cuchillo de dolor.
Animo, pues; ya que estáis a tiempo de
evitar muerte tan espantosa, acudid pronto al remedio, sin esperar como ocasión
oportuna la que no ha de ofrecer ninguna esperanza. No la dejéis para otro mes
ni otra semana. ¿Quién sabe si esta luz que Dios, por su misericordia., os
concede será la luz postrera, el último llamamiento que os da? Necedad es no
querer pensar en la muerte, que es segura, y de la cual depende la eternidad.
Pero aún es necedad mayor el pensar en la muerte y no prepararse para bien
morir. Haced ahora las reflexiones y resoluciones que haríais si estuvieseis en
ese trance. Lo que ahora hiciereis lo haréis con fruto, y en aquella hora será
en vano. Ahora, con esperanza de salvaros; entonces, con desconfianza de
alcanzar salvación. Al despedirse de Carlos V un gentilhombre(2) que abandonaba el mundo para dedicarse
a servir a Dios, preguntóle el emperador por qué causa dejaba la corte. Y aquél
respondió: «Es necesario para salvarse que entre la vida desordenada y la hora
de la muerte haya un espacio de penitencia.»
AFECTOS Y PETICIONES
No, Dios mío; no quiero abusar más de
vuestra misericordia. Os doy gracias por las luces con que me ilumináis ahora,
y prometo mudar de vida, conociendo que no podéis soportar ya mi ingratitud.
¿Habré de esperar acaso a que me enviéis al infierno, o me abandonéis a una vida
relajada, castigo mayor que la muerte misma?
A vuestros pies me postro para rogaros que
me recibáis en vuestra gracia. Harto sé que no lo merezco, pero Vos, Señor,
dijisteis: En cualquier día en que el impío se convirtiere, la impiedad no le
dañará (Ez., 33, 12). Si en lo pasado, Jesús mío, ofendí vuestra infinita
bondad, hoy me arrepiento de todo corazón, esperando que me perdonaréis. Diré
con San Anselmo: No permitáis, Señor, que se pierda mi alma por sus pecados, ya
que la redimisteis con vuestra Sangre. Ni miréis mi ingratitud, sino el amor
que os hizo morir por mí, pues aunque he perdido vuestra gracia, Vos, Señor, no
habéis perdido el poder de devolvérmela. ¡Tened compasión de mi, oh amado
Redentor mío! Perdonadme y dadme la gracia de amaros. Yo os ofrezco que sólo a
Vos he de amar. Y pues me elegisteis para otorgarme vuestro amor, yo os elijo,
oh Soberano Bien, para amaros sobre todos los bienes... Cargado con la cruz me
precedisteis; yo os seguiré con la cruz que os plazca enviarme, abrazando los trabajos
y mortificaciones que me deis. Bástame para gozo de mi espíritu el que no me
privéis de vuestra gracia.
¡María Santísima, esperanza mía, alcanzadme la
perseverancia y la gracia de amar a Dios, y nada más os pido!
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