Rogamos autem vos fratres, ut
negotium vestrum agatis.
Os rogamos, hermanos, que os
cuidéis de vuestro negocio.
I Thess,. IV, 10.
PUNTO PRIMERO
La salvación, el negocio más
importante
El negocio de la eterna salvación es, sin
duda, entre todos el que más nos importa, y, sin embargo, entre los cristianos
es el más descuidado. No hay diligencia que no se haga ni tiempo que no se
aproveche para obtener un empleo, para ganar un pleito o para concertar un
matrimonio. ¡Cuántos consejos se piden! ¡Qué de medidas se toman! No se come,
apenas se duerme ; y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace? ¿Cómo se
vive? No se hace nada; antes, por el contrario, se hace todo para ponerla en
peligro. Y la mayor parte de los cristianos viven corno si la muerte, el
juicio, el infierno, el paraíso y la eternidad no fueran verdades de fe,
sino fábulas inventadas por los poetas. Si se pierde un proceso o se destruye
una cosecha, ¡qué de angustias no se sienten y cuántos trabajos no se emplean
para reparar el daño! Si se pierde un caballo, si se extravía un perro, ¿qué de
diligencias no se hacen para dar con él? Se pierde la gracia de Dios, y se
duerme, y se goza, y se ríe.
¡Cosa asombrosa! Todos se avergüenzan de
pasar por negligentes en los negocios del mundo, y nadie se corre de ser
descuidado en el negocio que más le importa: en el de la salvación. Estos
mismos llaman sabios a los santos porque solamente se han preocupado de su
salvación, y después ellos, engolfados en los negocios mundanos, no atienden al
de su alma. «Mas vosotros — dice San Pablo—. vosotros, hermanos míos, atended
solamente al gran negocio que traéis entre manos, al de vuestra salvación
eterna, que entre todos es el que más importa.» Os rogamos, hermanos, que os
cuidéis de vuestro negocio.
Estemos bien persuadidos que la salvación
eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el
negocio irreparable, si en él fallamos.
Es, sin duda, el negocio más importante; porque
es el que trae mayores consecuencias, pues se trata del alma, y, perdiéndose
ésta, todo queda perdido. Debemos tener
en más estima a nuestra alma que a todos los bienes de la tierra. «Porque el
alma —dice San Juan Crisóstomo— es más preciosa que todo el mundo». Para llegar
a comprender esto, bástanos saber que el mismo Dios ha entregado a su propio
Hijo a la muerte para salvar nuestra alma. Así amó Dios al mundo, que dio su
unigénito Hijo. Y el Verbo Eterno no vaciló en comprarla con su misma
sangre. A gran precio habéis sido comprados, dice San Pablo. A la
verdad, ¿no parece que el hombre vale tanto como Dios ? «Sí —responde San
Agustín—, tan grande don se ha dado por la redención del humano linaje, que
parece que el hombre vale tanto como Dios», Por eso dijo Jesucristo: ¿Qué
es lo que podrá dar el hombre en cambio de su alma? Si, pues, el alma vale
tanto, si la pierde, ¿ con qué bien del mundo podrá el hombre compensar tan
grande pérdida?
Locos, y con razón, llamaba San Felipe Neri a
los que no se cuidan de salvar su alma. Si hubiese en la tierra dos suertes de
hombres: mortales unos y otros inmortales, y los primeros viesen a los segundos
afanados por allegar bienes de la tierra, alcanzar honores, amontonar riquezas
y gozar de los placeres de la tierra, seguramente les dirían: «Sois unos
insensatos; podéis conquistar bienes eternos ¿y vais en pos de estas cosas
viles y pasajeras? ¿Y por ellas os condenaréis vosotros mismos a tormentos
eternos en la otra vida? Dejad, dejad estos bienes del mundo para gentes
desventuradas, como nosotros, que nada tenemos que esperar más allá de la
tumba.» Pero no, que todos somos inmortales. ¿Cómo habrá, sin embargo, tantos
hombres que por los miserables placeres de esta vida pierdan su alma? ¿Cómo
puede haber cristianos que creen en el juicio, en el infierno, en la eternidad,
y luego viven sin temor ? «¿Cuál es la causa —pregunta Salviano— que creyendo
el cristiano en las cosas futuras no las tema?»
AFECTOS Y PETICIONES
¡Ah Dios
mío!, ¿en qué he empleado tantos años de vida que Vos me habéis dado para
procurar mi eterna salvación? Vos, Redentor mío, habéis comprado mi alma con
vuestra sangre y luego me la habéis dado para que la emplease en salvarla, y yo
he trabajado por perderla, ofendiéndoos a Vos, que tanto me habéis amado.
Gracias os doy, Señor, porque todavía me dais tiempo para remediar el gran mal
que he hecho. He perdido mi alma y vuestra divina gracia. Duélome, Señor, de
ello y lo detesto con todo mi corazón. Perdonadme, que en adelante estoy
resuelto a perderlo todo, aun la misma vida, antes que perder vuestra amistad.
Os amo sobre todo bien y propongo amaros siempre, ¡oh Sumo Bien, digno do
infinito arnor! ¡Ayudadme, Jesús mío, a fin de que esta mi resolución no sea semejante
a mis pasados propósitos, que no fueron más que otras tantas traiciones!
¡Quitadme la vida antes que vuelva a ofenderos de nuevo y a dejar de amaros!
¡Oh María, esperanza mía, salvadme, obteniéndome la santa perseverancia!
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