viernes, 10 de abril de 2020

14.3. LA VIDA PRESENTE ES UN VIAJE A LA ETERNIDAD (Cont)


PUNTO TERCERO
Estamos en la tierra para conquistar la eternidad bienaventurada.

   Irá el hombre a la casa de su eternidad. Irá —dice el Sabio—, para declararnos que cada uno irá a la morada que se ha escogido; no le llevarán, sino que él mismo irá por su propia voluntad. Verdad es que Dios quiere que todos se salven, pero no quiere que se salven a la fuerza. Delante del hombre están la vida y la muerte. Dios ha puesto delante de cada uno de nosotros la vida y la muerte, y la que escojamos, ésa nos dará. Y lo que escogiere le será dado. Dice también Jeremías que el Señor nos ha señalado dos sendas por donde podemos caminar: una que conduce al paraíso, otra que nos lleva al infierno. Mirad que Yo os pongo delante el camino de la vida y el camino de la muerte. A nosotros nos corresponde escoger. ¿Cómo podrá llegar al término final de la gloria el que se obstina por seguir- el camino del infierno? Es cosa extraña que todos los pecadores se quieran salvar, y, sin embargo, ellos mismos se condenan al infierno, y luego dicen: «Espero salvarme.» «¿Quién habrá tan loco —dice San Agustín— que se trague un mortal veneno con la esperanza de que se ha de curar?». Y, sin embargo, ¡cuántos cristianos hay tan insensatos que, pecando, se condenan a muerte eterna y luego dicen: «¡Ya tomaré después el remedio!» ¡Oh esperanza engañosa, que tantas almas ha arrastrado al infierno!

   No seamos nosotros tan insensatos como éstos; no olvidemos que se trata de la eternidad. ¡Qué de trabajos se imponen los hombres para construirse una casa cómoda, hermosa y bien ventilada, porque la han de habitar toda su vida! ¿Por qué, pues, son tan negligentes cuando se trata de la morada que han de habitar por toda la eternidad? «La eternidad —dice San Euquerio— es un negocio en el cual debemos echar todos nuestros caudales». Porque no se trata de una casa más o menos cómoda, mejor o peor ventilada, sino de estar en el paraíso entre los amigos de Dios, rebosando en delicias, o bien en un abismo de tormentos en compañía de la turba infame de tantos criminales, herejes e idólatras. Y esto ¿ por cuánto tiempo? No, a buen seguro, por veinte o cuarenta años, sino por toda la eternidad. Negocio es éste, cuestión es ésta, no de poco momento, sino de suma importancia. Cuando Tomás Moro fue condenado a muerte por Enrique VIII, Luisa, esposa de Moro, intentó persuadirle a que accediera a lo que el rey le pedía. «Dime, Luisa —le dijo entonces el invicto mártir—, ya ves que soy anciano achacoso; ¿cuántos años podré vivir todavía?» «Aún puedes vivir —repuso la esposa— otros veinte años más.» «¡Qué mal entiendes de negocios! —contestóle Tomás Moro—. ¿Y por veinte años más de vida en este mundo quieres tú que pierda una eternidad feliz y me condene a una eternidad de tormentos?»(13).

   ¡Oh Dios mío, iluminadnos! Aun cuando la eternidad fuera cosa dudosa, o tan sólo una opinión probable, deberíamos, con todo, poner gran cuidado en llevar Una santa vida, para no correr el riesgo de ser eternamente desgraciados si llegase a acontecer que esta opinión fuese verdadera. Mas esta doctrina no es dudosa, es cierta; no es una mera opinión, es una verdad de fe. Irá el hombre — dice el Espíritu Santo— a la casa de su eternidad. «¡Ah, que la falta de fe —dice Santa Teresa— es la causa de tantos pecados y de la condenación de tantos cristianos!»(14). Avivemos nuestra fe diciendo: Creo en la vida eterna. Creo que después de esta vida hay otra que no acabará jamás; y, teniendo este pensamiento siempre fijo en nuestra mente, tomemos los medios para asegurar nuestra salvación. Frecuentemos los Sacramentos, hagamos meditación cada día, no se nos caiga del pensamiento la idea de la vida eterna y huyamos las ocasiones peligrosas de pecar. Y si menester fuera abandonar el mundo, abandonémoslo, «porque no hay seguridad que baste —dice San Bernardo— donde está en peligro la eternidad».

AFECTOS Y PETICIONES

   ¿Conque no hay medio, oh Dios mío? ¿O seré para siempre feliz o para siempre desgraciado? ¿O en un mar de delicias o en un océano de tormentos? ¿O siempre con Vos en la gloria o siempre en el infierno, lejos y separado de Vos? Bien sé que he merecido muchas veces el infierno; pero tampoco ignoro que perdonáis al que se arrepiente y libráis del infierno al que en Vos pone su confianza. Vos me lo habéis prometido cuando dijisteis: Clamará a Mí y le oiré benigno...; pondréle en salvo y le llenaré de gloria.

   Perdonadme luego, Señor mío, y libradme del infierno. Sobre todo mal me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido. Devolvedme presto vuestra divina gracia y dadme vuestro santo amor. Si ahora estuviera en el infierno, no podría amaros y tendría que odiaros eternamente. Pero ¿qué mal me habéis hecho para que así tuviera que odiaros? Me habéis amado hasta dar la vida por mi, y sois digno de amor infinito. ¡Oh Señor!, no permitáis que vuelva de nuevo a separarme de Vos. Os amo y quiero amaros eternamente. ¿Quién me separará de la caridad de Cristo?. Sólo el pecado, Jesús mío, puede separarme de Vos; pero no lo permitáis, os lo ruego, por la sangre que por mí habéis derramado. Dadme la muerte antes que vuelva a pecar. No permitas que me aparte de Ti.

   ¡Oh Reina y Madre mía, María, ayudadme con vuestras plegarias! Alcanzadme la muerte, y mil muertes, antes que tenga la desgracia de perder el amor de vuestro divino Hijo. 

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