PUNTO TERCERO
Estamos en la tierra para conquistar la eternidad
bienaventurada.
Irá el hombre a la casa de su eternidad. Irá —dice el Sabio—, para declararnos que cada uno irá a
la morada que se ha escogido; no le llevarán, sino que él mismo irá por su
propia voluntad. Verdad es que Dios quiere que todos se salven, pero no quiere
que se salven a la fuerza. Delante del hombre están la vida y la muerte.
Dios ha puesto delante de cada uno de nosotros la vida y la muerte, y la que
escojamos, ésa nos dará. Y lo que escogiere le será dado. Dice también
Jeremías que el Señor nos ha señalado dos sendas por donde podemos caminar: una
que conduce al paraíso, otra que nos lleva al infierno. Mirad que Yo os
pongo delante el camino de la vida y el camino de la muerte. A nosotros nos
corresponde escoger. ¿Cómo podrá llegar al término final de la gloria el que se
obstina por seguir- el camino del infierno? Es cosa extraña que todos los
pecadores se quieran salvar, y, sin embargo, ellos mismos se condenan al
infierno, y luego dicen: «Espero salvarme.» «¿Quién habrá tan loco —dice San
Agustín— que se trague un mortal veneno con la esperanza de que se ha de
curar?». Y, sin embargo, ¡cuántos cristianos hay tan insensatos que, pecando,
se condenan a muerte eterna y luego dicen: «¡Ya tomaré después el
remedio!» ¡Oh esperanza engañosa, que tantas almas ha arrastrado al infierno!
No
seamos nosotros tan insensatos como éstos; no olvidemos que se trata de la
eternidad. ¡Qué de trabajos se imponen los hombres para construirse una casa
cómoda, hermosa y bien ventilada, porque la han de habitar toda su vida! ¿Por
qué, pues, son tan negligentes cuando se trata de la morada que han de habitar
por toda la eternidad? «La eternidad —dice San Euquerio— es un negocio en el
cual debemos echar todos nuestros caudales». Porque no se trata de una casa más
o menos cómoda, mejor o peor ventilada, sino de estar en el paraíso entre los
amigos de Dios, rebosando en delicias, o bien en un abismo de tormentos en
compañía de la turba infame de tantos criminales, herejes e idólatras. Y esto ¿
por cuánto tiempo? No, a buen seguro, por veinte o cuarenta años, sino por toda
la eternidad. Negocio es éste, cuestión es ésta, no de poco momento, sino de
suma importancia. Cuando Tomás Moro fue condenado a muerte por Enrique VIII,
Luisa, esposa de Moro, intentó persuadirle a que accediera a lo que el rey le
pedía. «Dime, Luisa —le dijo entonces el invicto mártir—, ya ves que soy
anciano achacoso; ¿cuántos años podré vivir todavía?» «Aún puedes vivir —repuso
la esposa— otros veinte años más.» «¡Qué mal entiendes de negocios! —contestóle
Tomás Moro—. ¿Y por veinte años más de vida en este mundo quieres tú que pierda
una eternidad feliz y me condene a una eternidad de tormentos?»(13).
¡Oh
Dios mío, iluminadnos! Aun cuando la eternidad fuera cosa dudosa, o tan sólo una
opinión probable, deberíamos, con todo, poner gran cuidado en llevar Una santa
vida, para no correr el riesgo de ser eternamente desgraciados si llegase a
acontecer que esta opinión fuese verdadera. Mas esta doctrina no es dudosa, es
cierta; no es una mera opinión, es una verdad de fe. Irá el hombre — dice
el Espíritu Santo— a la casa de su eternidad. «¡Ah, que la falta de fe —dice
Santa Teresa— es la causa de tantos pecados y de la condenación de tantos
cristianos!»(14). Avivemos nuestra fe
diciendo: Creo en la vida eterna. Creo que después de esta vida hay otra
que no acabará jamás; y, teniendo este pensamiento siempre fijo en nuestra
mente, tomemos los medios para asegurar nuestra salvación. Frecuentemos los
Sacramentos, hagamos meditación cada día, no se nos caiga del pensamiento la
idea de la vida eterna y huyamos las ocasiones peligrosas de pecar. Y si
menester fuera abandonar el mundo, abandonémoslo, «porque no hay seguridad que
baste —dice San Bernardo— donde está en peligro la eternidad».
AFECTOS
Y PETICIONES
¿Conque no hay medio, oh Dios mío? ¿O seré para siempre feliz o para siempre
desgraciado? ¿O en un mar de delicias o en un océano de tormentos? ¿O siempre
con Vos en la gloria o siempre en el infierno, lejos y separado de Vos? Bien sé
que he merecido muchas veces el infierno; pero tampoco ignoro que perdonáis al
que se arrepiente y libráis del infierno al que en Vos pone su confianza. Vos
me lo habéis prometido cuando dijisteis: Clamará a Mí y le oiré benigno...;
pondréle en salvo y le llenaré de gloria.
Perdonadme luego, Señor mío, y libradme del infierno. Sobre todo mal me
arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido. Devolvedme presto vuestra
divina gracia y dadme vuestro santo amor. Si ahora estuviera en el infierno, no
podría amaros y tendría que odiaros eternamente. Pero ¿qué mal me habéis hecho
para que así tuviera que odiaros? Me habéis amado hasta dar la vida por mi, y
sois digno de amor infinito. ¡Oh Señor!, no permitáis que vuelva de nuevo a
separarme de Vos. Os amo y quiero amaros eternamente. ¿Quién me separará de
la caridad de Cristo?. Sólo el pecado, Jesús mío, puede separarme de Vos;
pero no lo permitáis, os lo ruego, por la sangre que por mí habéis derramado.
Dadme la muerte antes que vuelva a pecar. No
permitas que me aparte de Ti.
¡Oh
Reina y Madre mía, María, ayudadme con vuestras plegarias! Alcanzadme la
muerte, y mil muertes, antes que tenga la desgracia de perder el amor de
vuestro divino Hijo.
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