Aunque muchos de los pensamientos
que en esta meditación se exponen han
sido ya desarrollados en las precedentes
consideraciones,
nos parece, sin embargo,
cosa muy conveniente ponerlos aquí todos
juntos,
a fin de disipar los más comunes
engaños de que se sirve el demonio para
hacer caer de
nuevo al hombre en el pecado.
PUNTO PRIMERO
Primer engaño: «Si caigo en
pecado ya me levantaré».
Imaginemos que un joven, reo de
pecados graves, se ha confesado y recuperado la divina gracia. El demonio
nuevamente le tienta para que reincida en sus pecados. Resiste aún el joven;
mas pronto vacila por los engaños que el enemigo le sugiere. «¡Oh hermano mío!
—Te diré—, ¿qué quieres hacer? ¿Deseas perder por una vil satisfacción esa
excelsa gracia de Dios, que has reconquistado, y cuyo valor excede al del mundo
entero? ¿Vas a firmar tú mismo tu
sentencia de muerte eterna, condenándote a padecer para siempre en el
infierno?» «No —me responderá—, no quiero condenarme, sino salvar mi alma.
Aunque hiciere ese pecado, le confesaré luego...» Ved el primer engaño del
tentador. ¡Confesarse después! ¡Pero entre tanto se pierde el alma! Dime: si tuvieses en la mano una hermosa joya
de altísimo precio, ¿la arrojarías al río, diciendo: mañana la buscaré con
cuidado y espero encontrarla? Pues en tu mano tienes esa joya riquísima de tu
alma, que Jesucristo compró con su Sangre; la arrojas voluntariamente al
infierno, pues al pecar quedas condenado, y dices que la recobrarás por la
confesión.
Pero ¿y si no la recobras?
Para recuperarla es menester verdadero arrepentimiento, que es un don de Dios,
y Dios puede no concedértele. ¿Y si llega la muerte y te arrebata el tiempo de
confesarte?
Aseguras que no dejarás pasar
ni una semana sin confesar tus culpas. ¿Y quién ha ofrecido darte esa semana?
Dices que te confesarás mañana. ¿Y quién te promete ese día? El día de
mañana—dice San Agustín—no te le ha prometido Dios; tal vez te le concederá,
tal vez no como acaeció a muchos, que fueron sanos de noche a dormir en sus
camas y amanecieron muertos. ¡A cuántos, en el acto mismo de pecar, hizo morir
el Señor, y los mandó al infierno! Y si hiciese lo propio contigo, ¿cómo
podrías remediar tu eterna perdición?
Persuádete, pues, de que con ese engaño de decir «después me confesaré»,
el demonio ha llevado al infierno millares y millares de almas. Porque
difícilmente se hallará pecador tan desesperado que quiera condenarse a sí
mismo. Todos, al pecar, pecan con esperanza de reconciliarse después con Dios.
Por eso tantos infelices se han condenado y hecho imposible su remedio.
Quizá digas que no podrás
resistir a la tentación que se te ofrece. Este es el segundo engaño que te
sugiere el enemigo, haciéndote creer que no tienes fuerza para combatir y
vencer tus pasiones. En primer lugar, menester es que sepas que, como dice el
Apóstol (2 Co., 10, 13): Dios es fiel y no permite que seamos tentados con
violencia superior a nuestro poder.
Además, si ahora no confías en
resistir, ¿cómo tienes esperanza de lograrlo después, cuando el enemigo no cese
de inducirte a nuevos pecados y sea para ti más fuerte que antes y tú más
débil? Si piensas que no puedes ahora extinguir esa llama, ¿cómo crees que la
apagarás luego, cuando sea mucho más violenta?... Afirmas que Dios te ayudará. Mas su auxilio
poderoso te le da ya ahora; ¿por qué no quieres valerte de él para resistir?
¿Esperas, acaso, que Dios ha de aumentarte su auxilio y su gracia cuando tú
hayas acrecentado tus culpas?
Y si deseas mayor socorro y
fuerzas, ¿por qué no se los pides a Dios? ¿Dudas, tal vez, de la fidelidad del
Señor, que prometió conceder lo que se le pidiere? (Mt., 7, 7). Dios no olvida
sus promesas. Acude a Él y te dará la fuerza que necesitas para resistir a la
tentación. Dios, como nos dice el Concilio de Trento, no manda cosas
imposibles. Al dar el precepto, quiere
que hagamos lo que pudiéremos, con el auxilio actual que nos comunica; y si
este auxilio no nos bastare para resistir, nos exhorta a que se lo pidamos, que
pidiéndole como se debe, nos le concederá (Sessio, 6, c. 13).
AFECTOS
Y PETICIONES
¿Y por haber sido Vos, ¡oh
Dios mío!, tan benévolo para conmigo, he sido yo tan ingrato con Vos? Como a
porfía, Señor, apartaba me yo de Vos, y Vos me buscabais. Me colmabais de
bienes, y yo os ofendía.
¡Oh Señor mío! Aunque sólo
fuese por la bondad con que me habéis tratado, debiera yo estar enamorado de
Vos, porque a medida que yo acrecentaba las culpas, me aumentabais Vos la
gracia para que me enmendase. ¿Acaso he
merecido yo la luz con que ilumináis mi alma?
Gracias os doy, Dios mío, con todo mi corazón, y espero que os las daré
eternamente en el Cielo, pues los méritos de vuestra preciosísima Sangre me
infunden consoladora esperanza de salvación, fundada en la inmensa misericordia
que habéis conmigo usado.
Espero, entre tanto, que me
daréis fuerzas para no haceros traición, y propongo que con el auxilio de
vuestra gracia preferiré mil veces la muerte a ofenderos más. Basta con lo
mucho que os ofendí. En la vida que me resta quiero entregarme a vuestro amor.
¿Cómo no amar a un Dios que murió por mí, y me ha sufrido con tanta paciencia,
a pesar de las ofensas que le hice?...
Arrepiéntome de todo corazón,
Dios de mi alma, y quisiera morir de dolor... Y si en la vida pasada me aparté
de Vos, ahora os amo sobre todas las cosas, más que a mí mismo… Eterno Padre,
por los merecimientos de Jesucristo, socorred a un miserable pecador que desea
amaros... María, mi esperanza, ayudadme
Vos, y alcanzadme la gracia de que acuda siempre a vuestro divino Hijo y a Vos,
no bien el enemigo me induzca a cometer nuevos pecados.
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