PUNTO TERCERO
La muerte del justo es la
puerta de la vida verdadera
No solamente es la muerte fin
de los trabajos, sino también puerta de la vida, como dice San Bernardo.
Necesariamente, debe pasar por esa puerta el que quisiere entrar a ver a Dios
(Sal. 117, 20). San Jerónimo rogaba a la muerte y le decía: «¡Oh muerte,
hermana mía; si no me abres la puerta no puedo ir a gozar de la presencia de mi
Señor» (Cant., 5, 2). San Carlos Borromeo, viendo en uno de sus aposentos un
cuadro que representaba un esqueleto con la hoz en la mano, llamó al pintor y
le mandó que borrase aquella hoz y pintase en su lugar una llave de oro,
queriendo así inflamarse más en el deseo de morir, porque la muerte nos abre el
Cielo para que veamos a Dios.
Dice San Juan Crisóstomo que
si un rey tuviese pre76 parada para alguno suntuosa habitación en la regia
morada, y por de pronto le hiciese vivir en un establo, ¡cuan vivamente debería
de desear este hombre el salir del establo para habitar en el real alcázar!
Pues en esta vida, el alma justa, unida al cuerpo mortal, se halla como en una
cárcel, de donde ha de salir para morar en el palacio de los Cielos; y por esa
razón decía santo Rey David (Sal. 141, 8): «Saca mi alma de la prisión.» Y el
santo anciano Simeón, cuando tuvo en sus brazos al Niño Jesús, no supo pedirle
otra gracia que la muerte, a fin de verse libre de la cárcel de esta vida:
«Ahora, Señor, despide a tu siervo» (Lc., 2, 29), «es decir —advierte San
Ambrosio—, pide ser despedido, como si estuviese por fuerza». Idéntica gracia
deseó el Apóstol, cuando decía (Fil., 1, 23): Tengo deseo de ser desatado de la
carne y estar con Cristo.
¡Cuánta alegría sintió el
copero de Faraón al saber por José que pronto saldría de la prisión y volvería
al ejercicio de su dignidad! Y un alma que ama a Dios, ¿no se regocijará al
pensar que en breve va a salir de la prisión de este mundo y que irá a gozar de
Dios? Mientras vivimos aquí unidos al cuerpo estamos lejos de ver a Dios y cómo
en tierra ajena, fuera de nuestra patria; y así, con razón, dice San Bruno que
nuestra muerte no debe de llamarse muerte, sino vida. De eso procede el que
suela llamarse nacimiento a la muerte de los Santos, porque en ese instante
nacen a la vida celestial que no tendrá fin. «Para el justo—dice San
Atanasio—no hay muerte, sino tránsito, pues para ellos el morir no es otra cosa
que pasar a la dichosa eternidad «¡Oh muerte amable!—exclama San Agustín—.
¿Quién no te deseará, puesto que eres fin de los trabajos, término de las
angustias, principio del descanso eterno?» Y con vivo anhelo añadía: ¡Ojalá
muriese, Señor, para poder veros!
Tema la muerte el pecador —dice
San Cipriano—, porque de la vida temporal pasará a la muerte eterna, mas no el
que, estando en gracia de Dios, ha de pasar de la muerte a la vida. En la
historia de San Juan el Limosnero se refiere que de cierto hombre rico recibió
el Santo grandes limosnas y la súplica de que pidiera a Dios vida larga para el
único hijo que aquél tenía. Mas el hijo murió poco después. Y como el padre se
lamentaba de esa inesperada muerte, Dios le envió un ángel, que le dijo:
«Pediste larga vida para tu hijo; pues sabe que ya está en el Cielo gozando de
eterna felicidad.» Tal es la gracia que nos alcanza Jesucristo, como se nos
ofreció por Oseas (13, 14): ¡Seré tu muerte, oh muerte! Muriendo Cristo por
nosotros, hizo que nuestra muerte se trocase en vida. Los que llevaban al
suplicio al santo mártir Plonio le preguntaron maravillados cómo podía ir tan
alegre a la muerte. Y el Santo les respondió: «Engañados estáis. No voy a la
muerte, sino a la vida». Así también exhortaba su madre al niño San Sinforiano
cuando éste iba a recibir el martirio: «¡Oh, hijo mío, no van a quitarte la
vida, sino a cambiarla en otra mejor!».
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Dios de
mi alma! Os ofendí en lo pasado
apartándome de Vos; mas vuestro Divino Hijo os honró en la cruz con el
sacrificio de su vida. Por esa honra que tributó vuestro Hijo amadísimo,
perdonadme las injurias que os he hecho. Me arrepiento, Señor, de haberos
ofendido, y prometo amar sólo a Vos en lo por venir. De Vos espero mi eterna
salvación, así como reconozco que cuantos bienes poseo, de Vos los recibí;
dones son todos de vuestra bondad. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1
Co., 15, 10).
Si antes os ofendí, espero
honraros eternamente alabando vuestra misericordia. Vivísimo deseo tengo de
amaros. Vos me lo inspiráis, Señor, y por ello, amor mío, os doy fervorosa»
gracias. Seguid, seguid ayudándome como ahora, que yo espero ser vuestro,
totalmente vuestro. Renuncio a los placeres del mundo, pues ¿qué mayor placer
pudiera lograr que el de complaceros a Vos, Señor mío, que sois tan amable y
que tanto me habéis amado? No más que amor os pido, ¡oh Dios de mi alma! Amor y
siempre amor espero pediros, hasta que, en vuestro amor muriendo, alcance la
señal del verdadero amor; y sin pedirlo, de amor me abrase, no cesando de
amaros ni un momento por toda la eternidad y con todas mis fuerzas.
¡María, Madre mía, que tanto
amáis a Dios y tanto deseáis que sea amado, haced que le ame mucho en esta
vida, a fin de que pueda amarle para siempre en la eternidad!
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