viernes, 10 de abril de 2020

8.3. MUERTE DEL JUSTO (Cont)


PUNTO TERCERO
La muerte del justo es la
puerta de la vida verdadera

   No solamente es la muerte fin de los trabajos, sino también puerta de la vida, como dice San Bernardo. Necesariamente, debe pasar por esa puerta el que quisiere entrar a ver a Dios (Sal. 117, 20). San Jerónimo rogaba a la muerte y le decía: «¡Oh muerte, hermana mía; si no me abres la puerta no puedo ir a gozar de la presencia de mi Señor» (Cant., 5, 2). San Carlos Borromeo, viendo en uno de sus aposentos un cuadro que representaba un esqueleto con la hoz en la mano, llamó al pintor y le mandó que borrase aquella hoz y pintase en su lugar una llave de oro, queriendo así inflamarse más en el deseo de morir, porque la muerte nos abre el Cielo para que veamos a Dios.
  
   Dice San Juan Crisóstomo que si un rey tuviese pre76 parada para alguno suntuosa habitación en la regia morada, y por de pronto le hiciese vivir en un establo, ¡cuan vivamente debería de desear este hombre el salir del establo para habitar en el real alcázar! Pues en esta vida, el alma justa, unida al cuerpo mortal, se halla como en una cárcel, de donde ha de salir para morar en el palacio de los Cielos; y por esa razón decía santo Rey David (Sal. 141, 8): «Saca mi alma de la prisión.» Y el santo anciano Simeón, cuando tuvo en sus brazos al Niño Jesús, no supo pedirle otra gracia que la muerte, a fin de verse libre de la cárcel de esta vida: «Ahora, Señor, despide a tu siervo» (Lc., 2, 29), «es decir —advierte San Ambrosio—, pide ser despedido, como si estuviese por fuerza». Idéntica gracia deseó el Apóstol, cuando decía (Fil., 1, 23): Tengo deseo de ser desatado de la carne y estar con Cristo.
  
   ¡Cuánta alegría sintió el copero de Faraón al saber por José que pronto saldría de la prisión y volvería al ejercicio de su dignidad! Y un alma que ama a Dios, ¿no se regocijará al pensar que en breve va a salir de la prisión de este mundo y que irá a gozar de Dios? Mientras vivimos aquí unidos al cuerpo estamos lejos de ver a Dios y cómo en tierra ajena, fuera de nuestra patria; y así, con razón, dice San Bruno que nuestra muerte no debe de llamarse muerte, sino vida. De eso procede el que suela llamarse nacimiento a la muerte de los Santos, porque en ese instante nacen a la vida celestial que no tendrá fin. «Para el justo—dice San Atanasio—no hay muerte, sino tránsito, pues para ellos el morir no es otra cosa que pasar a la dichosa eternidad «¡Oh muerte amable!—exclama San Agustín—. ¿Quién no te deseará, puesto que eres fin de los trabajos, término de las angustias, principio del descanso eterno?» Y con vivo anhelo añadía: ¡Ojalá muriese, Señor, para poder veros!

   Tema la muerte el pecador —dice San Cipriano—, porque de la vida temporal pasará a la muerte eterna, mas no el que, estando en gracia de Dios, ha de pasar de la muerte a la vida. En la historia de San Juan el Limosnero se refiere que de cierto hombre rico recibió el Santo grandes limosnas y la súplica de que pidiera a Dios vida larga para el único hijo que aquél tenía. Mas el hijo murió poco después. Y como el padre se lamentaba de esa inesperada muerte, Dios le envió un ángel, que le dijo: «Pediste larga vida para tu hijo; pues sabe que ya está en el Cielo gozando de eterna felicidad.» Tal es la gracia que nos alcanza Jesucristo, como se nos ofreció por Oseas (13, 14): ¡Seré tu muerte, oh muerte! Muriendo Cristo por nosotros, hizo que nuestra muerte se trocase en vida. Los que llevaban al suplicio al santo mártir Plonio le preguntaron maravillados cómo podía ir tan alegre a la muerte. Y el Santo les respondió: «Engañados estáis. No voy a la muerte, sino a la vida». Así también exhortaba su madre al niño San Sinforiano cuando éste iba a recibir el martirio: «¡Oh, hijo mío, no van a quitarte la vida, sino a cambiarla en otra mejor!».

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Dios de mi alma! Os ofendí en lo pasado apartándome de Vos; mas vuestro Divino Hijo os honró en la cruz con el sacrificio de su vida. Por esa honra que tributó vuestro Hijo amadísimo, perdonadme las injurias que os he hecho. Me arrepiento, Señor, de haberos ofendido, y prometo amar sólo a Vos en lo por venir. De Vos espero mi eterna salvación, así como reconozco que cuantos bienes poseo, de Vos los recibí; dones son todos de vuestra bondad. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Co., 15, 10).
 
   Si antes os ofendí, espero honraros eternamente alabando vuestra misericordia. Vivísimo deseo tengo de amaros. Vos me lo inspiráis, Señor, y por ello, amor mío, os doy fervorosa» gracias. Seguid, seguid ayudándome como ahora, que yo espero ser vuestro, totalmente vuestro. Renuncio a los placeres del mundo, pues ¿qué mayor placer pudiera lograr que el de complaceros a Vos, Señor mío, que sois tan amable y que tanto me habéis amado? No más que amor os pido, ¡oh Dios de mi alma! Amor y siempre amor espero pediros, hasta que, en vuestro amor muriendo, alcance la señal del verdadero amor; y sin pedirlo, de amor me abrase, no cesando de amaros ni un momento por toda la eternidad y con todas mis fuerzas.

   ¡María, Madre mía, que tanto amáis a Dios y tanto deseáis que sea amado, haced que le ame mucho en esta vida, a fin de que pueda amarle para siempre en la eternidad!

No hay comentarios:

Publicar un comentario