viernes, 10 de abril de 2020

28.2. DE LOS REMORDIMIENTOS DEL CONDENADO (Cont)



PUNTO SEGUNDO
Segundo motivo de remordimiento: lo
poco que tenía que hacer para salvarse

   Dice Santo Tomás que ha de ser singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la gloria. Él segundo remordimiento de su conciencia consistirá, pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.

   Aparecióse un condenado a San Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con que hubiera podido evitarla.  Dirá, pues, el réprobo: «Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese condenado... Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas... Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me perdí.»

   Aumentará la pena causada por tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal que hizo.  Pero el réprobo verá que en el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor, que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya más tiempo... (Ap., 10, 5-6).  Como agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega, acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer., 8, 20). ¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera sido un santo... ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas sin fin?» Sin duda, el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos infernales.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¿Cómo pudiste, Jesús mío, sufrirme tanto? Mil veces me aparté de Ti, y otras tantas viniste a buscarme; te ofendí, y me perdonaste; volví a ofenderte, y todavía me concediste perdón... Haz, Señor, que participe de aquel vivo dolor que con sudores de sangre tuviste por mis pecados en el huerto de Getsemaní. Duéleme, carísimo Redentor mío, de haber tan indignamente despreciado tu amor... ¡Oh malditos deleites, os maldigo y detesto, porque me habéis privado de la gracia de Dios!... Amado Redentor mío, os amo sobre todas las cosas; renuncio a todos los placeres ilícitos, y propongo morir mil veces antes que ofenderos más... Por aquel afecto con que en la cruz me amaste y ofreciste la vida por mí, concédeme luz y fuerza para resistir a la tentación y pedir tu auxilio poderoso...

   ¡Oh María, mi amparo y mi esperanza, que todo lo consigues de Dios, alcánzame que no me aparte nunca de su amor santísimo!

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