PUNTO SEGUNDO
Segundo motivo de remordimiento:
lo
poco que tenía que hacer para
salvarse
Dice Santo Tomás que ha de ser
singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por
verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente
el premio de la gloria. Él segundo remordimiento de su conciencia consistirá,
pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.
Aparecióse un condenado a San
Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento
del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con
que hubiera podido evitarla. Dirá, pues,
el réprobo: «Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese
respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese
condenado... Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las
piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me
hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas...
Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo,
y lo dejaba luego. Por eso me perdí.»
Aumentará la pena causada por
tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos
del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de
naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios
quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de
gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal
que hizo. Pero el réprobo verá que en el
estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor,
que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá
ya más tiempo... (Ap., 10, 5-6). Como
agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas
gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina
perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega,
acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer., 8, 20). ¡Oh si el
trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de
Dios, hubiera sido un santo... ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas
sin fin?» Sin duda, el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será
siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos
infernales.
AFECTOS Y PETICIONES
¿Cómo pudiste, Jesús mío,
sufrirme tanto? Mil veces me aparté de Ti, y otras tantas viniste a buscarme; te
ofendí, y me perdonaste; volví a ofenderte, y todavía me concediste perdón...
Haz, Señor, que participe de aquel vivo dolor que con sudores de sangre tuviste
por mis pecados en el huerto de Getsemaní. Duéleme, carísimo Redentor mío, de
haber tan indignamente despreciado tu amor... ¡Oh malditos deleites, os maldigo
y detesto, porque me habéis privado de la gracia de Dios!... Amado Redentor
mío, os amo sobre todas las cosas; renuncio a todos los placeres ilícitos, y
propongo morir mil veces antes que ofenderos más... Por aquel afecto con que en
la cruz me amaste y ofreciste la vida por mí, concédeme luz y fuerza para
resistir a la tentación y pedir tu auxilio poderoso...
¡Oh María, mi amparo y mi
esperanza, que todo lo consigues de Dios, alcánzame que no me aparte nunca de
su amor santísimo!
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