PUNTO SEGUNDO
Dios nos ama hasta el extremo
de darse todo a nosotros.
Mas no se contentó Dios con habernos dado
tan hermosas criaturas, sino que El mismo se nos ha dado todo entero. «Nos amó
—dice San Pablo— y por nosotros se entregó a la muerte». El maldito pecado nos
había privado de la divina gracia y del paraíso y nos había hecho esclavos del
infierno. Mas el hijo de Dios, por un prodigio de amor que asombró al cielo y a
la tierra, bajó a este mundo, y se hizo hombre, para rescatar al hombre de la
muerte eterna, devolverle la gracia perdida y abrirle las puertas del paraíso.
¿No fuera gran maravilla ver a un gran monarca trocarse en gusano por amor a
los gusanos? Pues maravilla infinitamente mayor es contemplar a Dios hecho
hombre por amor a los hombres. «Se anonadó a Sí mismo —dice San Pablo—, tomando
forma de siervo, y se redujo a la condición de hombre». ¡Un Dios revestido de
nuestra carne! «Y el Verbo se hizo carne», corno dice San Juan.
Pero todavía el prodigio es mayor si
consideramos lo que el Hijo de Dios ha hecho y padecido por nuestro amor.
Bastábale, para redimirnos, derramar una sola gota de sangre, una lágrima;
bastábale una oración, porque, siendo de valor infinito, por proceder de
persona divina, era harto suficiente para salvar al mundo y a infinitos mundos.
«Pero no —dice San Juan Crisóstomo—; lo que bastaba para nuestra redención no
bastaba para declararnos el amor que nos tenía». Jesucristo no sólo quería
salvarnos, sino que, amándonos con entrañable amor, quería que nosotros le
correspondiéramos con el nuestro; y con este fin eligió una vida llena de
trabajos, menosprecios y humillaciones, y una muerte, entre todas, la más
terrible y espantosa, para darnos a entender el amor infinito que ardía en su
Corazón. «Se humilló a Sí mismo —dice Sari Pablo—, hecho obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz». ¡Oh exceso del amor divino, que jamás llegarán a
comprender todos los hombres y ángeles juntos! Digo exceso, porque así
puntualmente lo llamaron Moisés y Elías en el Monte Tabor, hablando de la
Pasión de Jesucristo. «Exceso de dolor y exceso de amor», exclama San
Buenaventura. Si nuestro divino Redentor no hubiera sido Dios, sino simplemente
uno de nuestros parientes o amigos, ¿qué mayor prueba podía darnos de su afecto
que morir por nosotros? «Nadie tiene más grande amor que el que da la vida por
sus amigos». Si Jesucristo hubiera tenido que salvar a su mismo Padre, ¿qué más
podía haber hecho por su amor? Si tú, hermano mío, hubieras sido Dios y
el Creador de Jesucristo, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer por ti que
sacrificar su vida, anegado en un mar de dolores y desprecios? Si el hombre más
vil de la tierra hubiera hecho por ti lo que hizo Jesucristo, ¿podrías vivir
sin amarlo?
Pero dime, ¿crees en la Encarnación y muerte de
Jesucristo? ¿Lo crees y no le amas? ¿Y podrás amar otra cosa fuera de
Jesucristo ? ¿Por ventura dudas de su amor? Pues advierte lo que te dice San
Agustín: «Que a este fin vino Jesucristo a padecer y morir por ti, para hacerte
comprender el inmenso amor que te tiene». Antes de la Encarnación podría el
hombre dudar que Dios le amase con ternura; pero después de la Encarnación y
muerte de Jesucristo, ¿cómo podemos dudar de ello? ¿Cómo podrá demostrarnos
mejor su afecto que sacrificando por nosotros su vida divina? ¡Estamos ya
acostumbrados a oír hablar de la Redención, de un Dios colocado en un pesebre,
de un Dios muerto en una cruz! ¡Oh santa fe, alumbra nuestras almas!
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Jesús mío!, habéis hecho cuanto podíais hacer para obligarme a
amaros, y yo, por mi parte, he procurado con mi ingratitud poneros en la
obligación de abandonarme. Sea por siempre bendita vuestra paciencia, que por
tanto tiempo me ha tolerado. Bien merecido tengo un infierno creado a propósito
para mí; pero vuestra muerte es toda mi confianza. Hacedme comprender, ¡oh sumo
Bien!, cuántos títulos tenéis a mi amor y la obligación que tengo de amaros.
Bien sabía yo. Jesús mío, que Vos habíais muerto por mí; ¿y cómo he podido, ¡oh
Dios mío!, vivir durante tantos años olvidado de Vos? Si tornase de nuevo a
nacer, querría, Señor, emplear en serviros todos los años de mi vida. Pero ya
que estos años no volverán, haced que todo el tiempo que me resta de vida lo
consagre a amaros y complaceros.
Carísimo Redentor mío, os amo con todo mi
corazón; pero aumentad este mi amor; traedme, sin cesar, a la memoria lo que
habéis hecho por mí, y no permitáis que persevere en mi ingratitud. No, no
quiero resistir a las luces que me habéis dado; queréis que os ame, y yo
también quiero amaros. ¿Y qué he de amar, si no amo a un Dios que es belleza
infinita e infinita Bondad, a un Dios que ha muerto por mí, a un Dios que con
tanta paciencia me ha sufrido, a un Dios que en lugar de castigarme, como lo
merecía, ha trocado los castigos en gracias y favores? Os amo, ¡oh Dios mío!,
digno de infinito amor, y mi único anhelo y mi único suspiro es vivir ocupado
en amaros y olvidado de todo lo demás. ¡Oh caridad infinita de mi Señor!,
socorred a un alma consumida por el deseo de ser enteramente vuestra.
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