viernes, 10 de abril de 2020

33.2. DEL AMOR DE DIOS (Cont)

PUNTO SEGUNDO
Dios nos ama hasta el extremo
de darse todo a nosotros.

   Mas no se contentó Dios con habernos dado tan hermosas criaturas, sino que El mismo se nos ha dado todo entero. «Nos amó —dice San Pablo— y por nosotros se entregó a la muerte». El maldito pecado nos había privado de la divina gracia y del paraíso y nos había hecho esclavos del infierno. Mas el hijo de Dios, por un prodigio de amor que asombró al cielo y a la tierra, bajó a este mundo, y se hizo hombre, para rescatar al hombre de la muerte eterna, devolverle la gracia perdida y abrirle las puertas del paraíso. ¿No fuera gran maravilla ver a un gran monarca trocarse en gusano por amor a los gusanos? Pues maravilla infinitamente mayor es contemplar a Dios hecho hombre por amor a los hombres. «Se anonadó a Sí mismo —dice San Pablo—, tomando forma de siervo, y se redujo a la condición de hombre». ¡Un Dios revestido de nuestra carne! «Y el Verbo se hizo carne», corno dice San Juan.

   Pero todavía el prodigio es mayor si consideramos lo que el Hijo de Dios ha hecho y padecido por nuestro amor. Bastábale, para redimirnos, derramar una sola gota de sangre, una lágrima; bastábale una oración, porque, siendo de valor infinito, por proceder de persona divina, era harto suficiente para salvar al mundo y a infinitos mundos. «Pero no —dice San Juan Crisóstomo—; lo que bastaba para nuestra redención no bastaba para declararnos el amor que nos tenía». Jesucristo no sólo quería salvarnos, sino que, amándonos con entrañable amor, quería que nosotros le correspondiéramos con el nuestro; y con este fin eligió una vida llena de trabajos, menosprecios y humillaciones, y una muerte, entre todas, la más terrible y espantosa, para darnos a entender el amor infinito que ardía en su Corazón. «Se humilló a Sí mismo —dice Sari Pablo—, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». ¡Oh exceso del amor divino, que jamás llegarán a comprender todos los hombres y ángeles juntos! Digo exceso, porque así puntualmente lo llamaron Moisés y Elías en el Monte Tabor, hablando de la Pasión de Jesucristo. «Exceso de dolor y exceso de amor», exclama San Buenaventura. Si nuestro divino Redentor no hubiera sido Dios, sino simplemente uno de nuestros parientes o amigos, ¿qué mayor prueba podía darnos de su afecto que morir por nosotros? «Nadie tiene más grande amor que el que da la vida por sus amigos». Si Jesucristo hubiera tenido que salvar a su mismo Padre, ¿qué más podía haber hecho por su amor? Si tú, hermano mío, hubieras sido Dios y el Creador de Jesucristo, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer por ti que sacrificar su vida, anegado en un mar de dolores y desprecios? Si el hombre más vil de la tierra hubiera hecho por ti lo que hizo Jesucristo, ¿podrías vivir sin amarlo?

   Pero dime, ¿crees en la Encarnación y muerte de Jesucristo? ¿Lo crees y no le amas? ¿Y podrás amar otra cosa fuera de Jesucristo ? ¿Por ventura dudas de su amor? Pues advierte lo que te dice San Agustín: «Que a este fin vino Jesucristo a padecer y morir por ti, para hacerte comprender el inmenso amor que te tiene». Antes de la Encarnación podría el hombre dudar que Dios le amase con ternura; pero después de la Encarnación y muerte de Jesucristo, ¿cómo podemos dudar de ello? ¿Cómo podrá demostrarnos mejor su afecto que sacrificando por nosotros su vida divina? ¡Estamos ya acostumbrados a oír hablar de la Redención, de un Dios colocado en un pesebre, de un Dios muerto en una cruz! ¡Oh santa fe, alumbra nuestras almas!

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Jesús mío!, habéis hecho cuanto podíais hacer para obligarme a amaros, y yo, por mi parte, he procurado con mi ingratitud poneros en la obligación de abandonarme. Sea por siempre bendita vuestra paciencia, que por tanto tiempo me ha tolerado. Bien merecido tengo un infierno creado a propósito para mí; pero vuestra muerte es toda mi confianza. Hacedme comprender, ¡oh sumo Bien!, cuántos títulos tenéis a mi amor y la obligación que tengo de amaros. Bien sabía yo. Jesús mío, que Vos habíais muerto por mí; ¿y cómo he podido, ¡oh Dios mío!, vivir durante tantos años olvidado de Vos? Si tornase de nuevo a nacer, querría, Señor, emplear en serviros todos los años de mi vida. Pero ya que estos años no volverán, haced que todo el tiempo que me resta de vida lo consagre a amaros y complaceros.

   Carísimo Redentor mío, os amo con todo mi corazón; pero aumentad este mi amor; traedme, sin cesar, a la memoria lo que habéis hecho por mí, y no permitáis que persevere en mi ingratitud. No, no quiero resistir a las luces que me habéis dado; queréis que os ame, y yo también quiero amaros. ¿Y qué he de amar, si no amo a un Dios que es belleza infinita e infinita Bondad, a un Dios que ha muerto por mí, a un Dios que con tanta paciencia me ha sufrido, a un Dios que en lugar de castigarme, como lo merecía, ha trocado los castigos en gracias y favores? Os amo, ¡oh Dios mío!, digno de infinito amor, y mi único anhelo y mi único suspiro es vivir ocupado en amaros y olvidado de todo lo demás. ¡Oh caridad infinita de mi Señor!, socorred a un alma consumida por el deseo de ser enteramente vuestra.

   Socorredme también Vos, ¡oh María!, augusta Madre de Dios, con vuestra intercesión. Pedid a vuestro Jesús que me haga todo suyo.

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