viernes, 10 de abril de 2020

5.2. INCERTIDUMBRE DE LA HORA DE LA MUERTE (Cont)



PUNTO SEGUNDO
Siendo incierta la hora de la muerte,
menester es estar siempre preparado
   No quiere el Señor que nos perdamos, y por eso, con la amenaza del castigo, no cesa de advertirnos que mudemos de vida. Si no os convirtiereis, vibrará su espada (Sal. 7, 13). Mirad —dice en otra parte— a cuántos desdichados, que no quisieron enmendarse, los sorprendió de improviso la muerte, cuando menos la esperaban, cuando vivían en paz, preciándose de que aún duraría su vida largos años. Dísenos también: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc., 13, 3) ¿Por qué tantos avisos del castigo antes de enviárnosle, sino porque quiere que nos corrijamos y evitemos la mala muerte? Quien avisa que nos guardemos, no tiene intención de matamos, dice San Agustín.

   Preciso es, pues, preparar nuestras cuentas antes que llegue el día de rendirlas. Si en la noche de hoy debieras morir, y, por tanto, hubiera de quedar en ella sentenciada la causa de tu eterna vida, ¿estarías bien preparado? ¿Qué no daríais, quizá, por obtener de Dios un año, un mes, siquiera un día más de tregua? Pues ¿por qué ahora, ya que Dios te concede tiempo, no arreglas tu conciencia? ¿Acaso no puede ser éste tu último día? No tardes en convertirte al Señor, y no lo dilates de día en día, porque su ira vendrá de improviso, y en el tiempo de la venganza te perderá (Ecl, 5, 8-9). Para salvarte, hermano mío, debes abandonar el pecado. Y si algún día has de abandonarle, ¿por qué no le dejas ahora mismo? ¿Esperas, tal vez, a que se acerque la muerte? Pero este instante no es para los obstinados tiempo de perdón, sino de venganza. En el tiempo de la venganza te perderá.

   Si alguien os debe una considerable suma, pronto tratáis de asegurar el pago, haciendo que el deudor firme un resguardo escrito; porque decís: «¿Quién sabe lo que puede suceder?» ¿Por que, pues, no usáis de tanta precaución tratándose del alma, que vale mucho más que el dinero? ¿Cómo no decís también: «¿Quién sabe lo que puede ocurrir?» Si perdéis aquella suma, no lo perdéis todo; y aun cuando al perderla nada os quedase de vuestro patrimonio, aún os quedaría la esperanza de recuperarle otra vez. Mas si al morir perdiereis el alma, entonces sí que verdaderamente lo habréis perdido todo, sin esperanza de remedio. Harto cuidáis de anotar todos los bienes que poseéis por temor de que se pierdan si sobreviniere una muerte imprevista. Y si esta repentina muerte os acaeciese no estando en gracia de Dios, ¿qué seria de vuestras almas en la eternidad?

AFECTOS Y PETICIONES
   ¡Ah Redentor mío! Habéis derramado toda vuestra Sangre, habéis dado la vida por salvar mi alma, y yo ¡Cuántas veces la he perdido, confiando en vuestra misericordia! De suerte que me he valido de vuestra misma bondad para ofenderos, mereciendo que me hicieseis morir y me arrojarais al infierno. Hemos, pues, competido a porfía: Vos, a fuerza de piedad; yo, a fuerza de pecados; Vos, viniendo a mí; yo, huyendo de Vos; Vos, dándome tiempo de remediar el mal que hice; yo, valiéndome de ese tiempo para añadir injuria 46 sobre injuria. Dadme, Señor, a conocer la gran ofensa que os he hecho y la obligación que tengo de amaros. Ah Jesús mío! ¿Cómo podéis haberme amado tanto, que venís a buscarme cuando yo os menospreciaba? ¿Cómo disteis tantas gracias a quien de tal modo os ofendió? De todo ello infiero cuánto deseáis que no me extravíe y pierda. Duéleme de haber ultrajado a vuestra infinita bondad. Acoged, pues, a esta ingrata ovejuela que vuelve a vuestros pies. Recibidla y ponedla en vuestros hombros para que no huya más.

   No quiero apartarme de Vos, sino amaros y ser vuestro. Y con tal de serio, gustoso aceptaré cualquier trabajo. ¿Qué pena mayor pudiera afligirme que la de vivir sin vuestra gracia, alejado de Vos, que sois mi Dios y Señor, que me creó y murió por mí? ¡Oh, malditos pecados!, ¿qué habéis hecho? Por vosotros ofendí a mi Salvador, que tanto me amó... Así como Vos, Jesús mío, moristeis por mí, así debiera yo morir por Vos. Fuisteis muerto por amor. Yo debiera serlo por el dolor de haberos agraviado. Acepto la muerte cómo y cuándo os plazca enviármela. Mas ya que hasta ahora poco o nada os he amado, no quisiera morir así. Dadme vida para que os ame antes de morir. Y para eso mudad mi corazón, heridle, inflamadle en vuestro santo amor. Hacedlo así, Señor, por aquella ardentísima caridad que os llevó a morir por mí... Os amo con toda mi alma, enamorada de Vos. No permitáis que os pierda otra vez. Dadme la santa perseverancia... Dadme vuestro amor.

   ¡María Santísima, Madre y refugio mío, sed mi abogada e intercesora!

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