Et Ibunt hi ín supplicium aeternum.
E irán éstos al suplicio eterno.
Mt., 24,
46.
PUNTO PRIMERO
Gran locura es acarrearse
tormentos
eternos por el placer de un
momento.
Si el infierno tuviese fin no
sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le
saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero
como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave.
Mas seria grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas
semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace
insoportable. Y no ya los dolores, sino
aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto
continuados sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible
tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?
¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música, ni comedia lo
que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve
quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los
males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad?
(Ap., 20, 10).
Esta duración eterna es de fe,
no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la
Escritura. «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno. E irán éstos al suplicio
eterno. Pagarán la pena de eterna perdición. Todos serán con fuego asolados».
Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los
condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. «Allí
el fuego consume de tal modo—dice San Bernardo (Med., c. 3)—, que conserva
siempre.»
¡Insensato seria el que, por
disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta
años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o
tres no mas, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer
nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo. Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni
de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas,
dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.
Con razón, pues, aun los
Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de
condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto,
y se lamentaba, exclamando: «¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las
llamas infernales!»
AFECTOS Y PETICIONES
Si me hubieses, Dios mío,
enviado al infierno, que tantas veces merecí, y luego, por tu gran
misericordia, me hubieses libertado de él, ¡cuan agradecido no hubiese quedado,
y qué vida tan santa hubiese yo procurado tener!...
Pues ahora que con demencia
todavía mayor me has preservado de la condenación eterna, ¿qué haré, Señor?
¿Tornaré a ofenderte y a provocar tu ira para que me envíes a aquella cárcel de
réprobos donde tantos se hallan por culpas menores que las mías? ¡Ah Redentor
mío, así lo hice en la vida pasada! En vez de emplear el tiempo que me diste en
llorar mis pecados, le invertí en ofenderte.
Gracias doy a tu Bondad
infinita, que tanto me ha sufrido. Si no
fuese infinita, ¿cómo hubiera podido tolerar mis delitos? Gracias, pues, por
haberme con tanta paciencia esperado hasta ahora, gracias por las luces que me
comunicas para que conozca mi locura y el mal que cometí ofendiéndote con mis
culpas. Las detesto, Jesús mío, y me duelo de ellas con todo mi corazón. Perdóname, por tu sagrada Pasión y muerte, y
asísteme con tu gracia para que jamás vuelva a ofenderte. Con razón debo temer
que por un nuevo pecado mortal desde luego me abandones. ¡Ah Señor, pon ante mi
vista ese temor justísimo siempre que el demonio me provoque a ofenderte. Te
amo, Dios mío, y no quiero perderte.
Ayúdame con tu divina gracia.
Auxíliame también, Virgen
Santísima; haz que siempre acuda a Ti en las tentaciones, a fin de que no
pierda a Dios. Tú eres, María, mi esperanza.
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