viernes, 10 de abril de 2020

27.1. DE LA ETERNIDAD DEL INFIERNO

Et Ibunt hi ín supplicium aeternum.
                                        E irán éstos al suplicio eterno.
Mt., 24, 46.

PUNTO PRIMERO
Gran locura es acarrearse tormentos
eternos por el placer de un momento.

   Si el infierno tuviese fin no sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas seria grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable.  Y no ya los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto continuados sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?  ¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música, ni comedia lo que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad? (Ap., 20, 10). 

   Esta duración eterna es de fe, no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la Escritura. «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno. E irán éstos al suplicio eterno. Pagarán la pena de eterna perdición. Todos serán con fuego asolados». Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. «Allí el fuego consume de tal modo—dice San Bernardo (Med., c. 3)—, que conserva siempre.»

   ¡Insensato seria el que, por disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres no mas, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo.  Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.

   Con razón, pues, aun los Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y se lamentaba, exclamando: «¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las llamas infernales!»

AFECTOS Y PETICIONES

   Si me hubieses, Dios mío, enviado al infierno, que tantas veces merecí, y luego, por tu gran misericordia, me hubieses libertado de él, ¡cuan agradecido no hubiese quedado, y qué vida tan santa hubiese yo procurado tener!...

   Pues ahora que con demencia todavía mayor me has preservado de la condenación eterna, ¿qué haré, Señor? ¿Tornaré a ofenderte y a provocar tu ira para que me envíes a aquella cárcel de réprobos donde tantos se hallan por culpas menores que las mías? ¡Ah Redentor mío, así lo hice en la vida pasada! En vez de emplear el tiempo que me diste en llorar mis pecados, le invertí en ofenderte.

   Gracias doy a tu Bondad infinita, que tanto me ha sufrido.  Si no fuese infinita, ¿cómo hubiera podido tolerar mis delitos? Gracias, pues, por haberme con tanta paciencia esperado hasta ahora, gracias por las luces que me comunicas para que conozca mi locura y el mal que cometí ofendiéndote con mis culpas. Las detesto, Jesús mío, y me duelo de ellas con todo mi corazón.  Perdóname, por tu sagrada Pasión y muerte, y asísteme con tu gracia para que jamás vuelva a ofenderte. Con razón debo temer que por un nuevo pecado mortal desde luego me abandones. ¡Ah Señor, pon ante mi vista ese temor justísimo siempre que el demonio me provoque a ofenderte. Te amo, Dios mío, y no quiero perderte.  Ayúdame con tu divina gracia.

   Auxíliame también, Virgen Santísima; haz que siempre acuda a Ti en las tentaciones, a fin de que no pierda a Dios. Tú eres, María, mi esperanza.

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