viernes, 10 de abril de 2020

33.1. DEL AMOR DE DIOS

                          Nos ergo diligamus Deum,
                                            quoniam Deus prior dilexit nos.
                                              Amemos, pues, a Dios,
que Dios nos amó el primero.
Jo., IV. II

PUNTO PRIMERO
Nadie nos ha amado tanto como Dios.

   Considera en primer lugar que Dios merece que le ames, porque El te ha amado antes que tú le amases y ha sido el primero en amarte. Con amor perpetuo te amé. Los primeros en amarte en este mundo fueron tus padres, pero ellos no te amaron mientras no te conocieron. Mas antes de existir, Dios ya te amaba. No vivían todavía en el mundo ni tu padre ni tu madre, y Dios ya te amaba; todavía el mundo no existía, y Dios ya tramaba; ¿y cuánto tiempo antes de que el mundo existiese te amaba Dios? ¿Por ventura mil años? ¿Acaso mil siglos antes ? No hay para qué contar años y siglo: El te ha amado desde toda la eternidad. Con amor perpetuo te amé, y por eso te atraje a Mí, misericordioso. En una palabra, Dios te ama desde que es Dios, y te ha amado a ti desde que comenzó a amarse a Sí mismo. Sobrada razón, pues, tenía la virgen Santa Inés al decir: «Otro amante antes que tú se ha cautivado mi amor.» Y cuando el mundo y las criaturas solicitaban su amor, respondía: «No, mundo; no, criaturas, no puedo amaros; pues que Dios ha sido el primero en amarme, justo es que a El le consagre todos los afectos de mi corazón».

   Así, pues, hermano mío, Dios te ha amado desde toda la eternidad, y únicamente por puro amor te ha escogido entre tantos hombres como podía crear, y te ha dado el ser, y te ha puesto en el mundo. También por amor tuyo ha creado tantas otras hermosas criaturas, poniéndolas a tu servicio, para que te trajesen a la memoria el amor que te ha tenido y que tú le debes. «El cielo y la tierra —exclamaba San Agustín— y todo lo que hay en ella me están diciendo que te ame». Cuando el Santo se ponía a contemplar el sol, la luna, las estrellas, los ríos, los montes y los valles, parecíale que todas las criaturas le hablaban y le decían: «Agustín, ama a Dios, porque si a nosotras nos ha creado es por ti, es para que le ames.» Cuando el abad Rancé, fundador de la Trapa, se detenía a mirar las colinas, y las fuentes, y las flores, decía que todas estas criaturas le recordaban el amor que Dios le había tenido. De igual suerte hablaba Santa Teresa(3), y decía que las criaturas le echaban en cara su ingratitud para con Dios. Cuando Santa María Magdalena de Pazzi tomaba en la mano una hermosa flor o un sazonado fruto, sentía su corazón herido con la saeta del divino amor y exclamaba : «¿Es posible que mi Dios haya pensado desde toda la eternidad en crear esta flor, este fruto, por mi amor?».

   Considera, además, el particular amor que Dios ha tenido haciéndote nacer en país cristiano y en el gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos hay que nacen entre idólatras, judíos, mahometanos y otros herejes, y todos se pierden! Bien pocos son los hombres que tienen la suerte de nacer donde reina la verdadera fe; y entre estos pocos el Señor te ha escogido a ti. ¡Oh cuan grande don es el don de la fe! ¡Cuántos millones de personas viven sin Sacramentos, sin oír la divina palabra, privados de los ejemplos de buenos compañeros y de todos los otros auxilios que hay en la Iglesia de Dios para salvarnos! El Señor se ha dignado concederte todos estos favores sin mérito alguno de tu parte, y aun previendo todos tus pecados; porque mientras pensaba crearte y concederte todas estas gracias, preveía también las injurias que habías de hacerle.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Soberano Señor del cielo y de la tierra, Bien infinito, Majestad infinita! ¿Cómo os desprecian tanto los hombres, después de haberlos amado con tan grande amor ? Mas entre todos los hombres me habéis amado a mí con particular amor, otorgándome gracias especiales que no habéis concedido a tantos otros, y yo, en cambio, os he menospreciado más que todos ellos.

   A vuestros pies me postro, ¡oh Jesús y Salvador mío!; «no me arrojes de tu presencia». Bien lo merecería por las ingratitudes que con Vos he usado; mas Vos habéis dicho que el que viene a Mí con corazón contrito no lo desecharé. Me arrepiento, Jesús mío, de haberos ofendido; en lo pasado no quise conoceros; pero ahora os reconozco por mi Señor y Redentor, que por salvarme y conquistar mi amor habéis dado la vida. ¿Cuándo acabaré, Jesús mío, de seros ingrato? ¿Cuándo comenzaré a amaros de veras ?

   Mirad, Señor, que de hoy en adelante resuelvo amaros con todo mi corazón y no amar más que a Vos. Os adoro, ¡oh Bondad infinita!, por todos los que no os adoran y os amo por todos los que no os aman. Creo en Vos, espero en Vos, os amo a Vos y a Vos me ofrezco enteramente; ayudadme con vuestra gracia. Conocida tenéis mi debilidad. Y si tanto me habéis favorecido cuando no os amaba ni deseaba amaros, ¿cuánto más no debo esperar en vuestra misericordia ahora que os amo y, que todo mi afán es amaros? Señor mío dadme vuestro amor, pero un amor fervoroso que me haga olvidar de todas las criaturas, un amor fuerte que me haga basar por todas las dificultades a trueque de daros gusto, un amor perpetuo que tenga siempre unido mi corazón al vuestro.

   ¡Oh Jesús mío!, todo lo espero de vuestros méritos; y todo lo espero también de vuestra intercesión, ¡oh María, Madre mía!




(3) Aprovechábame a mí también ver campo u agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Creador; digo, que me despertaban y recogían y servían de libro, y en mi ingratitud y pecados (S. Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. IX. Obras, I, Burgos, 1915, p. 65).

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