Nos
ergo diligamus Deum,
quoniam Deus prior dilexit nos.
Amemos, pues, a Dios,
que Dios nos amó el primero.
Jo., IV. II
PUNTO PRIMERO
Nadie nos ha amado tanto como Dios.
Considera en primer lugar que Dios merece
que le ames, porque El te ha amado antes que tú le amases y ha sido el primero
en amarte. Con amor perpetuo te amé. Los primeros en amarte en este mundo fueron tus padres, pero
ellos no te amaron mientras no te conocieron. Mas antes de existir, Dios ya te
amaba. No vivían todavía en el mundo ni tu padre ni tu madre, y Dios ya te
amaba; todavía el mundo no existía, y Dios ya tramaba; ¿y cuánto tiempo antes
de que el mundo existiese te amaba Dios? ¿Por ventura mil años? ¿Acaso mil
siglos antes ? No hay para qué contar años y siglo: El te ha amado desde toda
la eternidad. Con amor perpetuo te amé, y por eso te atraje a Mí,
misericordioso. En una palabra, Dios te ama desde que es Dios, y te ha
amado a ti desde que comenzó a amarse a Sí mismo. Sobrada razón, pues, tenía la
virgen Santa Inés al decir: «Otro amante antes que tú se ha cautivado mi amor.»
Y cuando el mundo y las criaturas solicitaban su amor, respondía: «No, mundo;
no, criaturas, no puedo amaros; pues que Dios ha sido el primero en amarme,
justo es que a El le consagre todos los afectos de mi corazón».
Así, pues, hermano mío, Dios te ha amado
desde toda la eternidad, y únicamente por puro amor te ha escogido entre tantos
hombres como podía crear, y te ha dado el ser, y te ha puesto en el mundo.
También por amor tuyo ha creado tantas otras hermosas criaturas, poniéndolas a
tu servicio, para que te trajesen a la memoria el amor que te ha tenido y que
tú le debes. «El cielo y la tierra —exclamaba San Agustín— y todo lo que hay en
ella me están diciendo que te ame». Cuando el Santo se ponía a contemplar el
sol, la luna, las estrellas, los ríos, los montes y los valles, parecíale que
todas las criaturas le hablaban y le decían: «Agustín, ama a Dios, porque si a
nosotras nos ha creado es por ti, es para que le ames.» Cuando el abad Rancé,
fundador de la Trapa, se detenía a mirar las colinas, y las fuentes, y las
flores, decía que todas estas criaturas le recordaban el amor que Dios le había
tenido. De igual suerte hablaba Santa Teresa(3),
y decía que las criaturas le echaban en cara su ingratitud para con Dios.
Cuando Santa María Magdalena de Pazzi tomaba en la mano una hermosa flor o un
sazonado fruto, sentía su corazón herido con la saeta del divino amor y
exclamaba : «¿Es posible que mi Dios haya pensado desde toda la eternidad en
crear esta flor, este fruto, por mi amor?».
Considera, además, el particular amor que Dios ha tenido haciéndote nacer en
país cristiano y en el gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos hay que nacen entre
idólatras, judíos, mahometanos y otros herejes, y todos se pierden! Bien pocos
son los hombres que tienen la suerte de nacer donde reina la verdadera fe; y
entre estos pocos el Señor te ha escogido a ti. ¡Oh cuan grande don es el don
de la fe! ¡Cuántos millones de personas viven sin Sacramentos, sin oír la
divina palabra, privados de los ejemplos de buenos compañeros y de todos los
otros auxilios que hay en la Iglesia de Dios para salvarnos! El Señor se ha
dignado concederte todos estos favores sin mérito alguno de tu parte, y aun
previendo todos tus pecados; porque mientras pensaba crearte y concederte todas
estas gracias, preveía también las injurias que habías de hacerle.
AFECTOS
Y PETICIONES
¡Oh
Soberano Señor del cielo y de la tierra, Bien infinito, Majestad infinita!
¿Cómo os desprecian tanto los hombres, después de haberlos amado con tan grande
amor ? Mas entre todos los hombres me habéis amado a mí con particular amor,
otorgándome gracias especiales que no habéis concedido a tantos otros, y yo, en
cambio, os he menospreciado más que todos ellos.
A
vuestros pies me postro, ¡oh Jesús y Salvador mío!; «no me arrojes de tu
presencia». Bien lo merecería por las ingratitudes que con Vos he usado; mas
Vos habéis dicho que el que viene a Mí con corazón contrito no lo
desecharé. Me arrepiento, Jesús mío, de haberos ofendido; en lo pasado no
quise conoceros; pero ahora os reconozco por mi Señor y Redentor, que por
salvarme y conquistar mi amor habéis dado la vida. ¿Cuándo acabaré, Jesús mío,
de seros ingrato? ¿Cuándo comenzaré a amaros de veras ?
Mirad, Señor, que de hoy en adelante resuelvo amaros con todo mi corazón y no
amar más que a Vos. Os adoro, ¡oh Bondad infinita!, por todos los que no os
adoran y os amo por todos los que no os aman. Creo en Vos, espero en Vos, os
amo a Vos y a Vos me ofrezco enteramente; ayudadme con vuestra gracia. Conocida
tenéis mi debilidad. Y si tanto me habéis favorecido cuando no os amaba ni
deseaba amaros, ¿cuánto más no debo esperar en vuestra misericordia ahora que
os amo y, que todo mi afán es amaros? Señor mío dadme vuestro amor, pero un
amor fervoroso que me haga olvidar de todas las criaturas, un amor fuerte que me
haga basar por todas las dificultades a trueque de daros gusto, un amor
perpetuo que tenga siempre unido mi corazón al vuestro.
¡Oh Jesús mío!, todo lo espero de vuestros méritos; y
todo lo espero también de vuestra intercesión, ¡oh María, Madre mía!
(3) Aprovechábame a mí también ver
campo u agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Creador; digo, que
me despertaban y recogían y servían de libro, y en mi ingratitud y pecados (S.
Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. IX. Obras, I, Burgos,
1915, p. 65).
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