PUNTO SEGUNDO
Segundo enemiga de nuestra perseverancia: el mundo.
Veamos ahora cómo hemos de vencer al mundo.
El demonio es un enemigo formidable, pero el mundo es más terrible todavía. Si
el demonio no tuviese el mundo a su servicio y a los hombres perversos, que son
los que constituyen el mundo, no alcanzaría tantas victorias como obtiene.
Nuestro divino Redentor nos amonesta que nos pongamos en guardia, no tanto
contra el demonio como contra los hombres. Recataos de los hombres, nos
dice por San Mateo. En efecto, los hombres son a las veces peores que los
demonios, porque éstos se ahuyentan por medio de la oración e invocando los
santísimos nombres de Jesús y de María. No así los malos compañeros, que, si
nos tientan a cometer un pecado, lejos de atemorizarse y huir al responderles
con alguna piadosa reflexión, redoblan sus esfuerzos y se burlan de nosotros,
llamándonos necios, cobardes, mojigatos y sin crianza; y, cuando no nos digan
otra cosa, nos llaman hipócritas, que fingimos santidad. De aquí resulta que
algunas almas tímidas y débiles, por no oír de continuo estos reproches e
improperios, pactan miserablemente con estos ministros de Satanás y tornan al
vómito.
Debes persuadirte, hermano mío, que, si
quieres llevar vida de perfecto cristiano, no podrás evitar las burlas y
sarcasmos de los malvados. Por que «los impíos aborrecen a los que siguen el
recto.» Quien vive mal no puede soportar la presencia de los que llevan vida
compuesta y arreglada. ¿Y por qué ? Porque la vida de los buenos es una
continua censura de la suya, y quisieran que todos les imitasen en sus
desórdenes, para ahogar los remordimientos que ocasiona la virtud de los
buenos. El que ama a Dios, no hay remedio, será perseguido del mundo, como lo
dice el Apóstol: «Todos los que quieren vivir piadosamente según Jesucristo han
de padecer persecución». Todos los santos han sido perseguidos. ¿Quién más
santo que Jesucristo? Y, sin embargo, el mundo le persiguió hasta hacerle morir
con afrentosa muerte de cruz. Esto es inevitable, porque las máximas del mundo
son de todo en todo contrarias a las de Jesucristo. A lo que el mundo aprecia y
estima llámalo Jesucristo locura. «Porque la sabiduría de este mundo es locura
delante de Dios.» Y, al contrario, el mundo llama necedad a lo que estima y
aprecia Jesucristo, como son las cruces, los dolores y los desprecios. «La
palabra de la cruz parece necedad a los ojos de los que se pierden».
Consolémonos, a pesar de todo, que, si los malvados nos vituperan y nos
maldicen, Dios nos alaba y nos bendice. «Ellos le maldecirán —dice el Salmista—
y Tú le bendecirás». ¿Por ventura no debe bastarnos el ser alabados por Dios,
por María Santísima, por los ángeles y por todos los hombres de bien? Dejemos,
pues, decir a los pecadores cuanto quieran y prosigamos sirviendo a Dios,
generoso y fiel con todos los que le sirven. Mientras más repugnancias y
obstáculos experimentemos en la práctica de la virtud, tanto más agradaremos a
Dios y cuanto mayores serán nuestros méritos. Figurémonos que sólo Dios y
nosotros vivimos en el mundo. Cuando los impíos se mofen de nosotros,
encomendémosles al Señor y prosigamos nuestro camino, dando gracias a Dios por
las luces y gracias que nos da y niega a esos malvados y miserables. No nos
avergoncemos de ser y parecer cristianos; porque, si nos avergonzarnos de
Jesucristo, El nos declara que también se avergonzará de nosotros en el día del
juicio. «Porque el que se avergonzare de Mí y de mis palabras, de ese tal se
avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en el esplendor de su Majestad».
Si queremos a toda costa salvarnos, fuerza
será que nos resolvamos a padecer y hacernos violencia; porque, como dice
Jesucristo, «estrecho es el camino que conduce a la vida». Y luego
añade: «El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen
a sí mismos éstos son los que lo arrebatan». El que no se hace violencia no se
salvará. No hay remedio: si queremos obrar bien, tenemos que sostener continuas
batallas con nuestra rebelde naturaleza. Al principio, sobre todo, debemos
esforzar nuestra flaqueza para extirpar los malos hábitos y adquirir los
buenos; porque, una vez adquirida la buena costumbre, se hace fácil y aun
deleitable la observancia de la divina Ley. Dijo cierto día el Señor a Santa
Brígida que el que se determina a practicar la virtud con paciencia y
constancia, siente las primeras punzadas de las espinas, y después las espinas
se vuelven rosas.
Atiende, pues, hermano mío, y oye a Jesucristo que te dice lo que le dijo al
paralítico: «Bien ves que has quedado sano; no tornes a pecar más para que no
te acontezca alguna cosa peor».
«Atiende y considera —añade San Bernardo— que
si, por desgracia, vuelves a caer, tu recaída será más funesta que todas tus
anteriores caídas». Ay de aquellos —dice el Señor— que emprenden el camino
de Dios y luego lo abandonan!» «¡Ay de los hijos desertores!». Serán castigados estos
tales corno rebeldes; pues, como dice Job, «fueron rebeldes a la luz». El
castigo ordinario que Dios suele imponer a estos rebeldes, que han sido
favorecidos con tantas luces e inspiraciones, a las cuales han sido infieles,
es abandonarlos a su ceguedad y acabar su vida en pecado. «Si el justo se
desviare de su justicia, ¿por ventura tendrá vida? —pregunta Ezequiel—. Se
echarán en olvido todas cuantas obras buenas había hecho, y morirá en su
pecado».
AFECTOS
Y PETICIONES
¡Oh Dios mío! ¡Cuántas veces he merecido yo
semejante castigo, pues miserablemente torné a caer después de haber salido muchas
veces del pecado, merced a las luces que me habíais dispensado! Gracias mil
sean dadas a vuestra infinita misericordia por no haberme abandonado en mi
ceguedad, privándome totalmente de vuestras luces, como lo tenía merecido.
Harto obligado os estoy, Jesús mío, y harto
ingrato fuera si volviese de nuevo a ofenderos. No, Redentor mío y Señor mío;
«eternamente cantaré vuestras misericordias». En lo que me resta de vida y por
toda la eternidad, espero alabar vuestras misericordias, amándoos siempre y
perseverando en vuestra gracia. Mis pasadas ingratitudes, que detesto y maldigo
sobre todo mal, no sólo me servirán para llorar perpetua y amargamente
las injurias que os he hecho, sino también me inflamarán más y más en vuestro
amor, puesto que, después de haber recibido tantas injurias de parte mía, me
habéis colmado de tan grandes favores. Sí, os amo, ¡oh Dios mío!, digno de
infinito amor; de hoy en adelante Vos habéis de ser mi único amor y mi único
bien.
Eterno Padre, por los méritos de Jesucristo, os pido la perseverancia final en
vuestra gracia y en vuestro amor. Bien sé que me la concederéis siempre que os
la pida. Pero ¿ quién me asegura que siempre tendré la dicha de pedírosla ? Por
esto, Dios mío, os pido la perseverancia y la gracia de pedirla siempre.
¡Oh
María, mi abogada, mi refugio y mi esperanza! Obtenedme Vos con vuestra
intercesión la constancia de pedir siempre a Dios la perseverancia final.
Obtenedme esta gracia, os lo suplico, por el amor que tenéis a Jesucristo.
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