PUNTO SEGUNDO
La salvación, nuestro único
negocio
El negocio de nuestra eterna salvación no
sólo es el más importante, sino el único que debe preocuparnos en esta
vida. Una sola cosa es necesaria, dice Jesucristo. Lamenta San Bernardo
la locura de los cristianos, «que a los juegos de los niños llaman bagatelas, y
a las bagatelas de las personas graves dan el nombre de importantes negocios»,
siendo así que estos grandes negocios no son más que grandes bagatelas. Porque ¿de
qué sirve al hombre —dice Jesucristo— el ganar todo el mundo si pierde
su alma?. Si logras salvarte, hermano mío, ¿qué importa que en este mundo
hayas vivido pobre, afligido y menospreciado? Salvándote, se acabarán
para ti los males y serás feliz por toda la eternidad. Pero si te pierdes y te
condenas. ¿de qué te servirá en el infierno haber gozado de todos los bienes de
la tierra, haber nadado en riquezas y haber sido colmado de honores? Perdida el
alma, perdidos son los placeres, y los honores, y las riquezas: perdido es
todo.
¿Qué
tendrás que responder cuando Dios te llame a juicio ? Si el rey enviase un
embajador a tratar en una ciudad negocios de capital interés, y, en vez de
atender al negocio que le ha sido encomendado, gastase el tiempo en banquetes,
comedias y diversiones, y con esto el negocio fracasara, ¿ qué cuenta no
tendría que dar al rey a la vuelta? Pero, ¡gran Dios!, ¿ qué cuenta más
rigurosa tendrá que dar al Señor en el día del juicio el que puesto en este
mundo, no para divertirse, no para hacerse rico, no para conquistar honores,
sino para salvar su alma, a todo atendió menos a salvarla? La desgracia de los
mundanos es que piensan mucho en lo presente y nada en la vida futura. Hablando
cierto día en Roma San Felipe Neri con un joven llamado Francisco Zazzera, de
mucho talento y muy dado a cosas del mundo, le dijo: «Tú, hijo mío, allegarás
grandes riquezas, serás abogado de mucha cuenta, llegarás después a prelado,
tal vez a cardenal, bien pudiera ser que a Papa. ¿Y después? ¿Y después? Anda,
hijo mío —añadió despidiéndole—, piensa en estas últimas palabras.» De vuelta
Francisco a su casa fue meditando y saboreando aquel ¿y después?, ¿y después
? De allí a poco abandonó sus risueñas esperanzas, dio un adiós al mundo y
entró en la Congregación de San Felipe, para no ocuparse más que en las cosas
de Dios.
La salvación, pues, es el único negocio,
porque sólo tenemos un alma. Pidióle cierto príncipe a Benedicto XII una gracia
que no podía otorgarle sin grave ofensa de Dios. El Papa respondió al embajador
del príncipe con estas palabras: «Decid al rey, vuestro señor, que, si yo
tuviera dos almas, podría perder una por él y reservarme otra para mí; pero
comoquiera que no tengo más que una sola, no puedo ni quiero perderla». Decía
San Francisco Javier que en el mundo no hay más que un solo bien y un
solo mal: el único bien, salvarse; el único mal, condenarse. Esto mismo decía
Santa Teresa a sus religiosas: «Hermanas mías, una alma y una eternidad».
Queriendo con esto decirles: tenemos una alma; perdida ésta, todo está
perdido por una eternidad; perdida el alma una sola vez, está perdida
para siempre. Por eso rogaba David al Señor y le decía: Una sola cosa he
pedido al Señor, ésta solicitaré, y es que yo pueda vivir en la casa del Señor.
¡Señor, una sola cosa os pido: salvad mi alma, y nada más!
Trabajad
con temor y temblor en la obra de vuestra salvación. Quien no teme perderse y no tiembla por su salvación
no se salvará; de aquí resulta que, para salvarse, es menester trabajar y hacerse
violencia. El reino de los cielos, —dice Jesucristo— se alcanza a
viva fuerza y los que se la hacen son los que lo arrebatan). Para conseguir
la salvación es necesario que en la hora de la muerte nuestra vida sea
semejante a la de Jesucristo; porque, como dice San Pablo: Dios los
predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de su Hujo. Y por
esto debemos, por una parte, esforzarnos por huir las ocasiones de pecar, y,
por otra, debemos poner en práctica los medios necesarios para conseguir la
salvación eterna. «No, no se dará de los cielos a los perezosos —dice San Bernardo—,
sino a los que han trabajado dignamente en el servicio de Dios. Todos quieren
salvarse, pero si ningún trabajo. «¡ Cómo es que el demonio —dice San Agustín— se
fatiga tanto para demos y no duerme, y tú, tratándose de tu porvenir eternamente
feliz o eternamente desgraciado, vives tan negligente? Velan los enemigos, ¿y
tú duermes?».
AFECTOS
Y PETICIONES
Gracias os doy, Dios mío, porque, debiendo estar en el infierno por los pecados
que tantas veces cometí, permitís que ahora me halle aquí en vuestra divina presencia.
Pero ¿de qué me serviría la vida que me conserváis si prosiguiese viviendo en desgracia
vuestra? En adelante no será así. Os he menospreciado y os he perdido a Vos,
Sumo Bien mío; pero duélome ya de todo corazón. ¡Ojalá hubiera muerto antes mil
veces! Os he perdido; mas vuestro Profeta me asegura que sois todo bondad y os
hacéis encontradizo con el alma
que os busca. Bueno es el Señor tara el alma que va en su busca. Si en
mi vida pasada he andado lejos de Vos, ¡oh Rey de mi corazón!, ahora os busco y
no quiero hallar más que a Vos. Os amo con todos los afectos de mi corazón.
Recibidme y no os desdeñéis de dejaros amar de un corazón que tantas veces os
ha menospreciado. Enséñame a hacer tu voluntad. Decidme qué es lo que
debo hacer para complaceros, que dispuesto estoy a hacer cuanto entienda ser
vuestra voluntad. Salvad, Jesús mío, esta mi alma, por la cual habéis dado toda
vuestra sangre y vuestra vida, y el salvarme sea darme la gracia de amaros en
esta vida y por toda la eternidad. Así lo espero por vuestros méritos.
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