PUNTO SEGUNDO
A cada paso nos acercamos a la
muerte
Es cierto, pues, que todos estamos
condenados a muerte. Todos nacemos, dice San Cipriano, con la cuerda al cuello;
y cuantos pasos damos, otro tanto nos acercamos a la muerte... Hermano mío, así
como estás inscrito en el libro del bautismo, así algún día te inscribirán en
el libro de los difuntos. Así como a veces mencionas a tus antepasados,
diciendo: Mi padre, mi hermano, de feliz recuerdo, lo mismo dirán de ti tus descendientes.
Tal y como tú has oído muchas veces que las campanas tocaban a muerto por
otros, así los demás oirán que tocan por ti.
¿Qué dirías de un condenado a muerte que
fuese al patíbulo burlándose, riéndose, mirando a todos lados, pensando en
teatros, festines y diversiones? Y tú, ¿no caminas también hacia la muerte? ¿Y
en qué piensas? Contempla en aquellas tumbas a tus parientes y amigos, cuya
sentencia fue ya ejecutada. ¡Qué terror no siente el reo condenado cuando ve a
sus compañeros pendientes del patíbulo y muertos ya! Mira a esos cadáveres;
cada uno de ellos dice: Ayer a mí, hoy a ti. Lo mismo repiten todos los días
los retratos de los que fueron tus parientes, los libros, las casas, los lechos,
los vestidos que has heredado.
¡Qué extremada locura es no pensar en
ajustar las cuentas del alma y no disponer los medios necesarios para alcanzar
buena muerte, sabiendo que hemos de morir, que después de la muerte nos está
reservada una eternidad de gozo o de tormento, y que de ese punto depende el
ser para siempre dichosos o infelices! Sentimos compasión por los que mueren de
repente sin estar preparados para morir, y, con todo, no tratamos de
preparamos, a pesar de que lo mismo puede acaecernos. Tarde o temprano,
apercibidos o de improviso, pensemos o no en ello, hemos de morir; ya toda hora
y en cada instante nos acercamos a nuestro patíbulo, o sea a la última
enfermedad que nos ha de arrojar fuera de este mundo.
Gentes nuevas pueblan, en cada siglo, casas,
plazas y ciudades. Los antecesores están en la tumba. Y así como se acabaron
para ellos tos días de la vida, así vendrá un tiempo en que ni tú, ni yo, ni
persona alguna de los que vivimos ahora viviremos en este mundo. Todos
estaremos en la eternidad, que será para nosotros, o perdurable día de gozo, o
noche eterna de dolor. No hay término medio. Es cierto y de fe que, al fin, nos
ha de tocar uno u otro destino.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh mi amado Redentor! No me atrevería a
presentarme ante Vos si no os viera en la cruz desgarrado, escarnecido y muerto
por mí. Grande es mi ingratitud, pero aún es más grande vuestra misericordia.
Grandísimos mis pecados, mas todavía son mayores vuestros méritos. En vuestras
llagas, en vuestra muerte, pongo mi esperanza. 37 Merecí el infierno apenas
hube cometido mi primer pecado. He vuelto luego a ofenderos mil y mil veces. Y
Vos, no sólo me habéis conservado la vida, sino que, con suma piedad y amor, me
habéis ofrecido el perdón y la paz. ¿Cómo he de temer que me arrojéis de
vuestra presencia ahora que os amo y que no deseo sino vuestra gracia? Sí; os
amo de todo corazón, ¡oh Señor mío!, y mi único anhelo se cifra en amaros. Os
adoro y me pesa le haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí, como
por haberos despreciado a Vos, Dios mío, que tanto me amáis.
Abrid, pues, Jesús mío, el tesoro de vuestra
bondad, y añadid misericordia a misericordia. Haced que yo no vuelva a ser
ingrato, y mudad del todo mi corazón, de suerte que sea enteramente vuestro, e
inflamado siempre por las llamas de vuestra caridad, ya que antes menospreció
vuestro amor y le trocó por los viles placeres del mundo. Espero alcanzar la
gloria, para siempre amaros; y aunque allí no podré estar entre las almas
inocentes, me pondré al lado de las que hicieron penitencia, deseando, con
todo, amaros más todavía que aquéllas. Para gloria de vuestra misericordia, vea
el Cielo cómo arde en vuestro amor un pecador que tanto os ha ofendido.
Resuelvo entregarme a Vos de hoy en adelante, y pensar no más que en amaros.
Auxiliadme con vuestra luz y gracia para cumplir ese deseo mío, dado también
por vuestra misma bondad.
¡Oh María, Madre de perseverancia,
alcanzadme que sea fiel a mi promesa!
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