PUNTO TERCERO
Del gran provecho que se saca de conformar
nuestra voluntad con la de Dios.
El
que está unido a la voluntad de Dios goza en este mundo de anticipada paz. «Ningún
acontecimiento podrá contristar al justo», dice el Espíritu Santo. Sí; porque
un alma no puede tener mayor contento que ver que le sale todo a la medida de
su deseo; y como no quiere más que lo que quiere Dios, tiene cuanto quiere,
porque nada acaece sin la voluntad de Dios.
«Las personas resignadas al querer del Señor
—dice Salviano— son humilladas, es verdad, pero aman las humillaciones; padecen
pobreza, pero se complacen en ser pobres; en suma, aceptan gustosas todo lo que
les acaece, y así llevan vida feliz y dichosa». Viene el frío, el calor, la
lluvia, el viento, pero el alma que está conforme con la voluntad de Dios dice:
«Quiero este frío, acepto este calor, porque Dios me lo manda.» Le viene un
revés de fortuna, le persiguen, enferma, le viene la muerte, y dice: «Quiero
esta desgracia, y la persecución, y la enfermedad, y hasta la muerte, porque
así lo quiere Dios.» El que descansa sobre la voluntad de Dios y acepta gustoso
lo que El dispone, es como un hombre que vive sobre las nubes y ve que a sus
pies brama furiosa la tempestad, sin que le dañe ni le conturbe. Esta es
aquella paz, de la cual habla el Apóstol, «que sobrepuja a todo entendimiento»;
paz que vence a todas las delicias del mundo, paz estable y al abrigo de las
vicisitudes humanas.
«E1 hombre santo —dice el Eclesiástico— permanece
en la sabiduría como el sol; pero el necio cambia como la luna». El necio, es
decir, el pecador, muda como la luna, que hoy crece y mañana mengua; hoy ríe,
mañana llora; hoy está alegre y tranquilo, mañana furioso y afligido; cambia,
en fin, según soplan vientos prósperos o adversos en los casos que le
acontecen. Mas el justo es bien así como el sol; todos los sucesos le hallan
siempre igual, siempre uniforme, siernpre tranquilo, porque su paz está fundada
en la conformidad de su voluntad con la de Dios. «Y en la tierra, paz a
los hombres de buena voluntad». Santa María Magdalena de Pazzi, al oír estas
palabras: voluntad de Dios, experimentaba dulzuras tan
inefables, que parecía salir fuera de sí y caía en éxtasis de amor. Verdad que
la parte inferior no dejará de sentir los golpes de la adversidad; pero en la
porción superior del alma, cuando la voluntad está unida con la de Dios,
reinará siempre la paz, aquella paz que prometió Jesucristo a sus discípulos
cuando dijo: «Nadie os arrebatará vuestro gozo». Insigne locura es querer
resistir a la voluntad de Dios; porque lo que el Señor determinare sin remedio
se ha de cumplir; porque a su voluntad —pregunta San Pablo—, ¿quién
resistirá?. Los desgraciados que resisten a ella tendrán que cargar con su
cruz, pero sin fruto y sin paz. «¿Quién le resistió y halló paz?». Y Dios ¿qué
es lo que quiere sino nuestro bien? «La voluntad de Dios es vuestra
santificación». El Señor quiere que seamos santos, para hacernos felices en
esta vida y bienaventurados en la otra. Entendámoslo bien: las cruces que nos
vienen de la mano de Dios «todas son para nuestro bien». Aun los castigos que
nos manda no son para nuestra perdición, sino para que nos enmendemos y
alcancemos la eterna bienaventuranza. Creamos —decía Judit al pueblo de
Israel— que los azotes del Señor nos han venido para enmienda nuestra, y no
para nuestra perdición. Dios nos ama tanto, que no sólo desea nuestra salvación,
sino que, como dice David, «Dios tiene especial cuidado de nosotros». Y después
de habernos dado a su Hijo único, ¿podrá negarnos alguna cosa? «El, que ni a su
propio Hijo perdonó— como dice San Pablo—, sino que lo entregó a la muerte por
todos nosotros, ¿cómo, después de habérnosle dado a El, dejará de darnos
cualquier otra cosa?». Abandonémonos, pues, en las manos de Dios, porque,
mientras vivimos en este mundo, siempre nos atiende con particular interés;
como dice San Pedro: «Descarguemos en su amoroso seno todas nuestras
solicitudes, pues El tiene cuidado de nosotros». «Piensa tú siempre en Mí —dijo
cierto día el Señor a Santa Catalina de Sena—, que Yo siempre pensaré en ti».
Digamos a menudo con la Sagrada Esposa: «Mi Amado para mí y yo para El». «Mi
Amado piensa en hacerme feliz, y yo no quiero pensar más que en complacerle y
unirme a su santa voluntad.» «No debemos pedir a Dios —decía el Santo Abad
Nilo— que haga lo que nosotros queremos, sino hacer nosotros lo que El quiera».
Obrar de esta suerte es llevar una vida
feliz en este mundo, preludio de una santa muerte. El que muere resignado a la
voluntad de Dios deja a los demás en la moral certidumbre de haberse salvado.
Pero el que durante la vida no se ha sujetado a la voluntad divina, tampoco se
sujetará en la hora de la muerte, y no se salvará. Procuremos, pues, hacernos
familiares algunos dichos de la Escritura, que nos sirvan para vivir constantemente
unidos a la voluntad de Dios. «Señor, ¿qué queréis que haga? ». «Decidme,
Señor, qué es lo que de mí queréis, que pronto estoy a hacerlo.» «He aquí la
esclava del Señor». «Ved que mi alma es vuestra esclava; mandad y seréis
obedecido.» «Tuyo soy, sálvame». «Salvadme, Señor, y después haced de mí lo que
os agrade; yo soy vuestro y ya no mío.» Cuando la adversidad nos acometa con
más furor, digamos luego: «Sea así, Padre mío, por haber sido de tu agrado que
fuese así». «Tal es, Dios mío, vuestra voluntad; pues bien, que sea así.»
Tengamos gusto especial en repetir la tercera petición del Padrenuestro:
Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Digámosla con
frecuencia, repitámosla muchas veces seguidas y con amor. ¡Qué vida más feliz y
qué muerte más dichosa vivir y morir diciendo: Hágase tu voluntad!
AFECTOS
Y PETICIONES
¡Oh Jesús, Redentor mío! Vos habéis acabado
vuestra vida en la cruz, a fuerza de dolores, para negociar la causa de mi salvación;
tened, pues, compasión de mí y salvadme. No permitáis que mi alma, por Vos
redimida con tantas penas y con tanto amor, os vaya a odiar para siempre en el
infierno. Harto habéis hecho para obligarme a amaros; y esto es lo que
quisisteis darme a entender cuando, antes de expirar en la cumbre del Gólgota,
pronunciasteis estas amorosas palabras: Todo está consumado. Pero ¿cómo
he correspondido yo después a vuestro amor? En lo pasado nada me quedó por
hacer para desagradaros y obligaros a odiarme. Gracias os doy por haberme
esperado con tanta paciencia, y ahora me dais tiempo para reparar mi ingratitud
y amaros antes de morir.
Sí, Dios mío; quiero amaros, y amaros mucho.
Quiero hacer cuanto os agrade a Vos, mi Salvador, mi Dios, mi amor y mi todo;
os hago total entrega de toda mi voluntad, de toda mi libertad y de todas mis
cosas. Os ofrezco en este momento el sacrificio de mi vida, aceptando gustoso
la muerte que os sirváis enviarme, con todas las penas y circunstancias que la
han de acompañar. Uno desde ahora este mi sacrificio con el que Vos, Jesús mío,
ofrecisteis por mí dando vuestra vida en el ara de la cruz; quiero morir para
cumplir vuestra voluntad. ¡Ah! Por los méritos de vuestra Pasión dadme la
gracia de vivir siempre resignado a vuestras disposiciones; y cuando venga la
muerte, haced que me abrace con ella, conformando la mía con vuestra divina
voluntad. Quiero morir, Jesús mío, para agradaros; quiero morir diciendo: Hágase
tu voluntad.
¡Oh María, Madre mía! Así habéis Vos tenido
la dicha de morir; alcanzadme la gracia de que muera yo también de esta suerte.
¡Viva Jesús, nuestro amor, y María, nuestra
esperanza!
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