Pulvis
es, et in pulverem reverteris.
Polvo
eres y en polvo te convertirás.
Gn., III,.
19.
PUNTO PRIMERO
El hombre en el día de su muerte
Considera que tierra eres y en
tierra te has de convertir. Día llegará en que será necesario ir y pudrirse en
una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal., 14, 11). A todos, nobles o plebeyos,
príncipes o vasallos, ha de tocar
la misma suerte. Apenas, con el último suspiro, salga el alma del cuerpo,
pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se reducirá a polvo (Sal. 103, 29).
Imagínate en presencia de una
persona que acaba de expirar: Mira aquel cadáver, tendido aún en su lecho
mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía
bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas;
el rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y
pesado el cuerpo... Tiembla y palidece quien lo ve!... ¡ Cuántos, sólo por
haber contemplado a un pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado
el mundo!
Pero todavía inspira el
cadáver horror más intenso cuando comienza a descomponerse... Ni un día ha
pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable. Hay
que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto lleven al
difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que
no inficione toda la casa... Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un
potentado no servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice
un autor .
¡Mira en lo que ha venido a
parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!... Poco ha, veíase acogido y
agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien le
mira. Apresúrase la familia a arrojarle de casa, y pagan portadores para que,
encerrado en su ataúd, se lo lleven y
den sepultura... Pregonaba la fama no ha mucho el talento, la finura, la
cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su recuerdo
se conserva (Sal. 9, 7).
Al oír la nueva de su muerte,
limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros, que ha dejado a su
familia con grandes riquezas. Contrístame algunos, porque la vida del que murió
les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte puede serles útil. Por
fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no
quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor. En las visitas de
duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no
falta un pariente que diga: «¡ Por caridad, no me lo nombréis más!»
Considera que lo que has hecho
en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la tuya. Entran los vivos en
la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda y ocupar el
puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada duran.
Aflígense al principio los parientes algunos días, mas en breve se consuelan
por la herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los
regocija. En aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde
Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y
bailes, fiestas y juegos... Y tu alma, ¿dónde estará entonces?
AFECTOS Y PETICIONES
¡Gracias mil os doy, oh Jesús
y Redentor mío, porque no habéis querido que muriese cuando estaba en desgracia
vuestra! ¡Cuántos años ha que merecía estar en el infierno!... Si hubiera
muerto en aquel día, en aquella noche, ¿qué habría sido de mí por toda la
eternidad?... ¡Señor!, os doy fervientes gracias por tal beneficio. Acepto mi
muerte en satisfacción de mis pecados, y la acepto tal y como os plazca
enviármela. Mas ya que me habéis esperado hasta ahora, retardadla un poco
todavía. Dadme tiempo de llorar las ofensas que os he hecho, antes que llegue
el día en que habéis de juzgarme (Jb., 10, 20). No quiero resistir más tiempo a
vuestra voz... ¡Quién sabe si estas palabras que acabo de leer son para mí
vuestro último llamamiento! Confieso que no merezco misericordia. ¡Tantas veces
me habéis perdonado, y yo, ingrato, he vuelto a ofenderos! ¡Señor, ya que no
sabéis desechar ningún corazón que se humilla y arrepiente, ved aquí al traidor
que, arrepentido, a Vos acude! Por piedad, no me arrojéis de vuestra presencia
(Sal. 50, 13). Vos mismo habéis dicho: Al que viniere a Mí no le desecharé.
Verdad es que os he ofendido más que nadie, porque más que a nadie me habéis
favorecido con vuestra luz y gracia. Pero la sangre que por mí habéis derramado
me da ánimos y esperanza de alcanzar perdón si de veras me arrepiento... Sí,
bien sumo de mi alma; me arrepiento de todo corazón de haberos despreciado.
Perdonadme y concededme la gracia de amaros en lo sucesivo. Basta ya de ofenderos.
No quiero, Jesús mío, emplear en injuriaros el resto de mi vida; quiero sólo
invertirle en llorar siempre las ofensas que os hice, y en amaros con todo mi
corazón. ¡Oh Dios, digno de amor infinito!...
¡Oh María, mi esperanza,
rogad a Jesús por mi!