viernes, 10 de abril de 2020

5.1. INCERTIDUMBRE DE LA HORA DE LA MUERTE

Estote parati, quia qua hora non
                                      putatís, Filius hominis veniet
                                       Estad prevenidos, porque a la
                                        hora que menos pensáis vendrá el Hijo del Hombre.
                                  Lc., 12, 40



PUNTO PRIMERO
La hora de la muerte nos es desconocida
   Certísimo es que todos hemos de morir, mas no sabemos cuándo. Nada hay más cierto que la muerte —dice el idiota—, pero nada más incierto que la hora de la muerte. Determinados están, hermano mío, el año, el mes, el día, la hora y el momento en que tendrás que dejar este mundo y entrar en la eternidad; pero nosotros lo ignoramos. Nuestro Señor Jesucristo, con el fin de que estemos siempre bien preparados, nos dice que la muerte vendrá como ladrón oculto y de noche (1 Ts., 5, 2). Otras veces nos exhorta a que estemos vigilantes, porque cuando menos lo pensemos vendrá Él mismo a juzgarnos (Lc., 12,40). Decía San Gregorio que Dios nos encubre para nuestro bien la hora de la muerte, con objeto de que estemos siempre apercibidos a morir. Y puesto que la muerte en todo tiempo y en todo lugar puede arrebatarnos, menester es —dice San Bernardo— que si queremos bien morir y salvarnos, estemos esperándola en todo lugar y en todo tiempo.

   Nadie ignora que ha de morir; pero el mal está en que muchos miran la muerte tan a lo lejos, que la pierden de vista. Hasta los ancianos más decrépitos y las personas más enfermizas se forjan la ilusión de que todavía han de vivir tres o cuatro años. Yo, al contrario, digo que debemos considerar cuántas muertes repentinas vemos to42 dos los días. Unos mueren caminando, otros sentándose, otros durmiendo en su lecho. Y seguramente ninguno de éstos creía que iba a morir tan de improviso, en aquel día en que murió. Afirmo, además, que de cuantos en este año murieron en su cama, y no de repente, ninguno se figuraba que acabaría su vida dentro del año. Pocas muertes hay que no sean improvisas.

   Así, pues, cristianos, cuando el demonio os provoca a pecar con el pretexto de que mañana os confesaréis, decidle: ¿Qué sé yo si hoy será el último de mi vida? Si esa hora, si ese momento en que me apartase de Dios fuese el postrero para mí, y ya no hubiese tiempo de remediarlo, ¿qué seria de mí en la eternidad? ¿A cuántos pobres pecadores no ha sucedido que al recrearse con envenenados manjares los ha salteado la muerte y enviado al infierno? Como los peces en el anzuelo, así serán cogidos los hombres en el tiempo malo (Ecl., 9, 12). El tiempo malo es propiamente aquel en que el pecador está ofendiendo a Dios. Y si el demonio os dice que tal desgracia no ha de sucederos, respondedle vosotros: «Y si me sucediere, ¿qué será de mí por toda la eternidad ?»

SÚPLICAS Y PETICIONES
   Señor, el lugar en que yo debía estar ahora no es en éste que me hallo, sino el infierno, tantas veces merecido por mis pecados. Mas San Pedro me adviene que Dios espera con paciencia por amor a nosotros, no queriendo que perezca ninguno, sino que todos se conviertan a penitencia (2 P., 3, 9). De suerte que Vos mismo, Señor, habéis tenido conmigo paciencia extremada y me habéis sufrido porque no queréis que me pierda, sino que, arrepentido y penitente, me convierta a Vos. Sí, Dios mío, a Ti vuelvo; me postro a tus plantas y te pido misericordia.

   Para perdonarme, ha de ser, Señor, vuestra piedad grande y extraordinaria (Sal. 50, 3), porque os he ofendido a sabiendas. Otros pecadores os han ofendido también, pero no disfrutaban de las luces que me habéis otorgado. Y con todo eso, todavía me mandáis que me arrepienta de mis culpas y espere vuestro perdón. Duélame, carísimo Redentor mío, me pesa de todo corazón de haberos ofendido, y espero que me perdonaréis por los merecimientos de vuestra Pasión. Vos, Jesús mío, siendo inocente, quisisteis, como reo, morir en una cruz y derramar toda vuestra Sangre para lavar mis culpas. ¡Oh inocente Sangre, lava las etapas de un penitente! ¡Oh Eterno Padre, perdonadme por amor a Cristo Jesús! Atended sus súplicas ahora que, como abogado mío, os ruega por mí. Mas no me basta el perdón, ¡oh Dios, digno de amor infinito!; deseo además la gracia dé amaros. Os amo, ¡oh Soberano Bien!, y os ofrezco para siempre mi cuerpo, mi alma, mi voluntad. Quiero evitar en lo sucesivo no sólo las faltas graves, sino las más leves, y huir de toda mala ocasión. Ne nos inducas in tentationem. Libradme, por amor a Jesús, de cualquiera ocasión en que pudiera ofenderos. Sed libera nos a malo. Libradme del pecado, y castigadme luego como quisiereis. Acepto cuantas enfermedades, dolores y trabajos os plazca enviarme, con tal que no pierda vuestro amor y gracia. Y pues prometisteis dar lo que os pidiere (Jn., 16, 24), yo os demando sólo la perseverancia y vuestro amor.

   ¡Oh María, Madre de misericordia, rogad por mi, que confío en Vos! 

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