viernes, 10 de abril de 2020

31.3. DE LA PERSEVERANCIA (Cont)


PUNTO TERCERO
Tercer enemigo de la perseverancia: la carne.

   Vengamos a tratar del tercer enemigo, el más rebelde de todos, esto es, la carne, y veamos cómo debemos defendernos de él. El primer medio es la oración, del cual hemos tratado más arriba. El segundo es la huida de las ocasiones, del cual quiero tratar ahora con algún detenimiento. Dice San Bernardino de Sena que, entre todos los consejos dados por Cristo, el más excelente y como el fundamento de la religión es evitar las ocasiones de pecar. El demonio, forzado por los exorcismos de la Iglesia, declaró cierto día que entre todos los sermones el que más le desagradaba era el de la fuga de las ocasiones(1). Y se comprende: el demonio se ríe de todas las promesas y buenos propósitos que hace el pecador arrepentido si no se aparta de la ocasión.

   La ocasión, especialmente en materia de placeres sensuales, es como una venda que se pone delante de los ojos del pecador y le impide ver los propósitos hechos, las luces recibidas y las verdades eternas; en una palabra, se lo hace olvidar todo y le vuelve ciego. Por no huir la ocasión cayeron nuestros primeros padres. Dios les había prohibido aun tocar el fruto vedado, como lo dijo Eva a la serpiente: «Mandónos Dios que no comiésemos de él ni lo tocásemos». Mas la incauta mujer «vio, cogió y comió». Eva comenzó por mirar la manzana, luego alargó la mano y después comió. El que voluntariamente se pone en peligro, en él encontrará su ruina. «El que ama el peligro perecerá en él».

   Dice San Pedro que el demonio «da vueltas en torno nuestro, buscando a quien devorar»; y para entrar en un alma de la cual ha sido arrojado, ¿qué hace? «Espía una ocasión —dice San Cipriano— y busca una puerta abierta para entrar por ella». Si el alma se deja arrastrar por la ocasión, la asaltará de nuevo el enemigo y entrará en ella y la devorará. Guerrico, abad, nos advierte, muy a propósito, que Lázaro resucitó «ligado de pies y manos», y, resucitando de esta suerte, tornó a morir. Con lo cual nos quería decir que el desgraciado que resucita de la culpa ligado con la ocasión, aunque resucite, volverá a morir. El que quiere salvarse, no sólo debe abandonar el pecado, sino también la ocasión de pecar; es decir, tal compañero, tal casa, tal trato y amistad.

   Pero tal vez dirás: «Ahora he mudado de vida, y en tratar con aquella persona no tengo mal fin, ni siquiera siento la más pequeña tentación.» A esto te responderé que hay, según dicen, en la Mauritania cierta clase de osos que van a caza de monos. Estos, al verse acosados por los osos, se salvan trepando por los árboles. Mas el oso, ¿qué hace? Se tiende en tierra, junto al árbol, se finge muerto. Pero tan luego como se descuelgan los monos, se levante, se arroja sobre ellos y los devora. De esta traza se vale el demonio. Adormece la tentación; mas cuando el alma corre a ponerse en la ocasión, atiza con toda su fuerza la tentación y la devora.

   ¡Oh, cuántas almas desgraciadas, que hacían oración, que frecuentaban los Sacramentos y que parecían y eran santas, pero que, exponiéndose a la ocasión, miserablemente cayeron en las fauces del infierno! Refieren las Historias Eclesiásticas que una piadosa matrona se dedicaba a dar honrosa sepultura a los cuerpos de los mártires; cierto día halló a uno que todavía daba señales de vida. Lo llevó a su casa y logró curarlo. Pero ¿qué aconteció a estos dos santos, que con toda razón podían llevar este nombre? Que, puestos en la ocasión, perdieron primero la gracia de Dios y después hasta la fe(2). «Anda —le dijo el Señor a Isaías— y predica al pueblo de Israel que toda la carne es heno». Sobre cuyas palabras reflexiona San Juan Crisóstomo y dice: «Pon fuego a la hierba seca, ¿te atreverás a negar que la hierba arda?». «Es imposible —añade a este propósito San Cipriano—no arder si uno está cercado de llamas». El mismo profeta Isaías nos advierte que «muestra fortaleza es como estopa lanzada al fuego». Y Salomón llama loco al que pretendiese caminar sobre brasas encendidas sin quemarse, ¿Por ventura — dice— puede un hombre andar sobre ascuas sin quemarse la planta de los pies?». Pues más loco es el que pretende ponerse en la ocasión sin caer en ella. Debemos huir del pecado como de la vista de la serpiente. Lo dice el Eclesiástico por estas palabras: «Como de la vista de la serpiente, así huye del pecado». «No sólo hemos de evitar la mordedura de la serpiente —dice Gualfrido—, sino que debemos evitar el tocarla y aun el acercarnos a ella».

    Pero dirás que aquella casa y aquellas relaciones están ligadas con tus intereses. Pero ¿ no ves «¡que esta casa es para ti el camino del infierno?». O renuncias a tu salvación o tienes que renunciar a tal casa; no hay remedio. Desde el punto mismo en que tu ojo derecho es para ti causa de condenación, debes arrancarlo y arrojarlo lejos de ti. «Si tu ojo derecho —dice el Señor— es para ti motivo de escándalo, arráncatelo y arrójalo lejos de ti». Y advierte que dice lejos de ti, para que entiendas que hay que arrojarlo, no cerca, sirio lejos; o, lo que es lo mismo, que a todo trance hay que acabar con la ocasión.

   A las personas piadosas y que se dan a Dios, dice San Francisco de Asís que el demonio no las tienta de la misma manera que a los pecadores. Al principio no se propone ligarlas con una cuerda, sino con un cabello, después con un hilo, luego con un lazo y, finalmente, con una cuerda fuerte, con que las arrastra al pecado. Y por esto el que quiere librarse de este peligro debe desde el principio romper hasta el cabello, esto es, todas las ocasiones peligrosas, como conversaciones, saludos, regalos, billetes y otras semejantes. Y hablando más en particular de los que han contraído el hábito de la impureza, no les bastará evitar las ocasiones próximas, sino que deben también evitar las remotas; de otra suerte tornarán a caer. El que con todas veras quiere salvarse debe tomar y renovar continuamente la resolución de querer separarse jamás de Dios; y para esto no debe caérsele de los labios esta sentencia de los santos: «Piérdase todo con tal que no se pierda a Dios.» Mas no basta tomar la resolución de no querer separarse de Dios; menester es también emplear los medios para no perderlo. El primero es evitar las ocasiones, del cual venimos hablando.

   El segundo es frecuentar los Sacramentos de la Penitencia y Eucaristía. En la casa que con frecuencia se barre nunca se verá inmundicia. El alma se purifica con la confesión, por cuyo medio no sólo se obtiene el perdón de los pecados, sino también ayuda poderosa para resistir a las tentaciones. En cuanto a la Comunión, es llamada Pan celestial, porque, así como el cuerpo no puede vivir sin alimento corporal, de igual manera el alma no puede vivir sin este espiritual alimento. «Si no comiereis la carne del Hijo del Hombre —dice Jesucristo— y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros». Por el contrario, al que con frecuencia se alimenta con este Pan le tiene prometido que vivirá eternamente. «Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente». Por esto el Concilio de Trento llamó a la sagrada Comunión «medicina que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales».

   El tercer medio es la meditación, o sea la oración mental. «Acuérdate de tus postrimerías —dice el Espíritu Santo— y nunca jamás pecarás». El que de continuo trae grabadas en la memoria las verdades eternas: la muerte, el juicio, la eternidad, no caerá en pecado. En la meditación Dios nos ilumina, como dice David: «Llegaos a El y os iluminará», y nos habla interiormente, y nos da a entender lo que debernos hacer. «La llevaré a la soledad y le hablaré al corazón», dice por Oseas. La meditación es también aquella feliz hoguera donde se enciende el divino amor. «Y en mi meditación —dice David— se encenderá fuego». Además, como ya lo hemos repetido muchas veces, para perseverar en la gracia de Dios es absolutamente necesario orar siempre y pedir sin cesar las gracias que habernos menester; el que no hace oración mental, difícilmente ora, y el que no ora, ciertamente se perderá.

   Es menester también emplear los medios necesarios para salvarse; de aquí nace la necesidad de tener un reglamento de vida. Por la mañana, al levantarse, hacer los actos del cristiano: actos de agradecimiento, de amor, de ofrecimiento y buen propósito, con una oración a Jesús y a María para que nos preserven aquel día de caer en pecado. Después hacer meditación y oír la santa Misa. Durante el día hacer la lectura espiritual, visitar al Santísimo Sacramento y a María Santísima. Por la noche rezar el Rosario y hacer el examen de conciencia. Comulgar varias veces por semana, según el consejo del director espiritual, que se debe escoger. Sería también muy provechoso e] retirarse a una casa religiosa para hacer durante algunos días los ejercicios espirituales.

   Además se debe honrar a la Virgen Santísima con algún particular obsequio, como ayunar los sábados en su honor. Llámase y es la Madre de la perseverancia, y esta gracia la promete particularmente a los que la sirven. «Los que se guían por Mí no pecarán». Sobre todos estos medios, el más principal es pedir a Dios continuamente la gracia de la perseverancia, señaladamente cuando la tentación nos acomete, invocando entonces sin cesar, mientras dura la tentación, los nombres de Jesús y de María. Si obráis de esta suerte, vuestra salvación estará asegurada; si así no obráis, ciertamente os condenaréis.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Amadísimo Redentor mío!, gracias os doy por las luces que me concedéis por los medios que para salvarme me dais a conocer. Os prometo ponerlos en práctica con gran constancia. Ayudadme con vuestro socorro para seros fiel. Veo que me queréis salvar; yo también quiero salvarme, principalmente para complacer a vuestro Corazón, que tanto desea mi salvación. No quiero, no, resistir por más tiempo al amor que me tenéis. Porque me habéis amado tanto, me habéis soportado con tanta paciencia durante el tiempo que gasté en ofenderos. Me convidáis con vuestro amor, y yo no quiero ni deseo rnas que amaros. Os amo, Bondad infinita; os amo, Bien infinito. Por los méritos de Jesucristo os pido que acabéis con jni ingratitud. Habéis comenzado, Señor, la obra de mi salvación; dignaos acabarla. «Confirma, ¡oh Dios!, esta obra que has hecho en nosotros». Dadme luces, dadme fuerza, dadme amor.

   ¡Oh María! Vos, que sois la tesorera de las gracias, socorredme; y puesto que quiero serviros, aceptadme por vuestro siervo y rogad a Jesús por mí. Los méritos de Jesucristo primero, y después vuestras oraciones, me han de salvar.




(1) Probablemente alude San Alfonso a algún exorcismo de data reciente, por él conocido en las misiones.
(2) No hemos hallado en las historias eclesiásticas, familiares a San Alfonso, rastro de este hecho, ni lo menciona él en sus Victorias de los mártires; sin embargo, no han faltado casos parecidos en las persecuciones modernas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario